Nuestra Fe | José Miguel Martínez Castelló
"No estamos para una
nueva forma de prensa rosa eclesial"
¿Qué Iglesia queremos?
Vivimos días
aciagos en el seno de la Iglesia. Las noticias que nos llegan son
desmoralizadoras porque proceden de sus mismos pastores con una mezcla de
situaciones estrambóticas dignas de un guion de Almodóvar. Lo digo
con rabia y tristeza.
Por una parte,
tenemos los ataques furibundos de grupos eclesiales, medios de
comunicación y políticos que están esperando a que el Papa
Francisco diga cualquier cosa para situarle dentro de una
diana y proferir las mil y una barbaridades. Algunas reacciones
a la entrevista de Carlos Herrera a Francisco es una buena muestra.
Que se ponga
en duda el amor y el aprecio por un país como el nuestro, tierra de la lengua materna en la que
se expresa y vive, resulta ridículo. No se dan cuenta estas gentes
analfabetas, que el Papa es el vicario de Cristo en la tierra, y es vicario
del hijo de Dios que nació en Belén, la más pequeñas de las ciudades de Israel,
que no contaba para nada ni para nadie, donde la historia pasaría sin dejar
huella alguna: “Pero tu Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de
Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el
principio, desde los días de la eternidad” (Miqueas, 5,2). Sólo desde aquí
podemos entender la elección por las ciudades y países humildes y pequeños del
Santo Padre.
Si queremos
entenderlo, debemos acercarnos desde una hermenéutica cristológica. Puede resultar una obviedad, pero
dichas obviedades la ignoran, de forma consciente o inconsciente, personas que
quieren sentar cátedra en torno a las palabras de un Papa cercano,
humilde y pobre como pocos. Algunos querrían que actuara como
príncipe político. Y no lo va a hacer porque tiene que afrontar y leer la
historia como pastor, precisamente como se define Jesús a la hora de
transmitir su mensaje de salvación y aplicarlo.
Y después, de pronto, nos salta en la cara, sin
previo aviso, el caso Novell, donde se mezclan las proclamas
irresponsables a favor del independentismo -muchos de sus feligreses no lo son-
“al tiempo que se aferraba a las posturas rígidas e intransigentes,
trasnochadas y acientíficas de la moral sexual”, como apuntaba recientemente
Baltasar Bueno en un artículo de Religión Digital.
Y todo ello,
que no es poco, concluye con la relación sentimental con una escritora
erótica-satánica. ¿Alguien da más? Esperamos que esto sea una excepción y si no
lo es que se diga, que se haga público y se reforme y se refuercen el sistema o
procedimiento para elegir obispos y diáconos acorde y dignos con Jesucristo. Si
no se hace, y ya está pasando, la Iglesia correrá el peligro de sufrir una
desconexión como la que se da entre las generaciones jóvenes y de una parte muy
importante de la sociedad civil con la política.
Incluso cuando
la política consigue transformar las cosas y hacer su función, las gentes ya no
reconocen sus méritos, puesto que siempre se sospecha de cualquier acción
política porque está guiada por intereses espurios. Hoy la Iglesia
tiene retos sobre la mesa que debe afrontar y según el modo y en cómo se sitúe
ante ellos seguirá siendo para una parte de la población una realidad a la que
seguir y dar por ella lo mejor que llevamos dentro. Vale la pena
seguir el canino y la causa de Jesús de Nazareth, pero para ello tenemos que
recordar qué es lo esencial, pará qué está la Iglesia y qué queremos que
posibilite y proyecte.
En un momento
de la entrevista con Herrera, Francisco recuerda su texto programático es
Evangelii Gaudium. Ahí resume
lo que en el Cónclave cardenales y obispos trazaron como el camino a seguir que
tenía que asumir la Iglesia en los próximos años.
De igual
forma, tenemos muy fácil cómo tiene que comportarse el pueblo de Dios,
desde el primero al último y es, en síntesis, aplicar el evangelio, ni
más ni menos. Las primeras comunidades cristianas hicieron visibles a Jesús
señalando a los más pobres, a aquellos que no tenían carta de ciudadanía. La
cruz implica un reconocimiento claro por aquellos que no han sido reconocidos
en la historia, por aquellas personas que han sido apartadas de forma
sistemática.
En el
imaginario social greco-romano la dignidad brillaba por su ausencia. Un Imperio como el de Roma, decenas de
documentos históricos nos lo muestran, practicaba sin ningún rubor el
infanticidio, sobre todo si eran niñas, ya que el derecho romano estaba
concebido en función de los varones romanos y libres. Se señaló como una práctica
de muerte y asesinato, de ahí la anclada tradición de la Iglesia por la defensa
de la vida.
Pensemos en
las viudas, en los esclavos, en los extranjeros, las mujeres, en las personas
leprosas y presas, cómo eran
señaladas y dominadas por un juicio arbitrario respecto a sus vidas. A todos
ellos el cristianismo les dio defensa y voz.
Pablo es
claro: “Ya no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni
mujer, porque todos vosotros sois uno en Jesús el mesías” (Gálatas 3,
28). El cristianismo supone un aldabonazo y un impulso claro para
inocular en la sociedad el lenguaje de la caridad, la esperanza y la
misericordia frente a una cultura de la muerte y la violencia sobre
una porción altísima de la población.
Como apunta
García de Cortázar al final de su libro Católicos en tiempos de confusión,
“nuestra idea de dignidad del hombre nos exige denunciar el escándalo de la
pobreza. A nosotros
nos toca recordar que las víctimas de la violencia, emigradas de sus lugares de
nacimiento, abyectamente reducidas a cuerpos sin espíritu, son hijas de Dios y
hermanas nuestras. A nosotros se nos exige que alcemos la voz para manifestar
qué es nuestro cristianismo, no es cualquier forma de solidaridad o cualquier
impulso compasivo, el que nos compromete en la defensa de los seres
humillados”.
¿Hay que
recordar cuál es nuestra misión en el mundo? Y esos príncipes de la Iglesia,
¿son conscientes de su misión? ¿Representan y quieren trabajar por una
Iglesia en salida por y para rostros que no cuentan como hicieron Jesús y las
primeras comunidades cristianas? Sólo el compromiso social desde una
radicalidad evangélica hará que la Iglesia sea importante en las vidas de las
personas, desde una coherencia radical en las enseñanzas que se derivan del
evangelio.
Entiendo que
en este mundo hipercomplejo puedan surgir dudas sobre Jesús, sobre su visibilidad, dónde está, qué
dice en estos tiempos, puesto que puede parecer inaudito que, como apuntó de
forma magistral un joven Ratzinger en Introducción al cristianismo, “la
inteligencia que ha hecho a todos los seres se ha hecho carne, ha entrado en la
historia y es un individuo, que no solamente abarca y sostiene toda historia,
sino que forma parte de ella”. Pero la Iglesia sólo puede ser Iglesia de
Jesucristo y ésta tiene que hacer visibles a los que se han quedado en la
cuneta de la historia. Y claro que lo hace. Miles de personas se dejan la piel
en ello a diario.
No olvidemos
lo que palpita, lo que está vivo y funda nuevas posibilidades en los barrios y
en las misiones más pobres y recónditas de la tierra. Esta es la Iglesia que
amamos y no la de los dimes y diretes más propios de la prensa rosa que la del
Reino de Dios en la tierra. Que algunos se lo hagan mirar y que tomen nota. No
estamos para una nueva forma de prensa rosa eclesial.
En cada rincón
de nuestra vida, en todos los patios de nuestras casas emerge una Calcuta que
debemos atender. Para ello se
requiere de una vida sencilla, alejado de los focos y del protagonismo en los
medios. Somos una comunidad y lo que pasa en ella nos afecta. Seamos
dignos de ella para seguir la obra del pobre carpintero de Galilea que
encontraba en el silencio y en la soledad el tiempo de acercamiento y unión con
Dios. Aprendamos la lección.
José Miguel
Martínez Castelló es Doctor en Filosofía. Voluntario en el Centro Penitenciario
de Picassent (Valencia). Profesor de Filosofía en el Colegio Patronato de la
Juventud Obrera. Autor del libro, Esperanza entre rejas: retos del voluntario
penitenciario. PPC, Madrid, 2021.
Publicado por Religión Digital
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