Vida Humana | Carlos Díaz/Atrio
La
engañótica, placebo de la ansiedad
La ansiedad
a gran escala es un fenómeno psicológico relativamente nuevo. No se daba entre
el campesinado eternamente unido a la misma tierra generación tras generación,
unidas por el respeto de los hijos a los padres y temiendo posibles malas
cosechas.
Desde
perspectiva social, la ansiedad es un fenómeno que surge con la revolución
industrial, es decir, con la universalización del trabajo mecanizado y en
cadena durante estresantes jornadas fabriles. Esto ha traído ventajas e
inconvenientes, pero en cualquier caso ha desarraigado a los individuos y a la
sociedad, necesitada de un proceso de acomodación laboral permanente.
A cambio de
no poder tener vida privada ni familiar, dedicamos lo mejor de nosotros mismos
a las empresas para las que trabajamos en un proceso de readaptación
permanente. Los cambios frecuentes de residencia, las incertidumbres y la
volatilidad de un trabajo precario, el escaso tiempo de convivencia
intrafamiliar, la entrada en contacto con un mundo abierto al horizonte de los
deseos a través de las redes sociales, todo ello ha alterado la vida tranquila
y a veces en exceso rutinaria: “Nuestra sociedad vive mejor gracias a la
tecnología, pero también está condicionada por los usos tecnológicos abusivos,
especialmente en el cuidado salud, que llevan a pedir de los profesionales
ejercer la medicina del deseo, alimentada por expectativas tecnológicas exageradas
es exigida por pacientes y usuarios, desde un optimismo patológico y
forzando prestaciones sanitarias, costosas y poco eficientes. Esa falta de
medida, mesura y humildad está enmarcada por la existencia de sociopatías
vinculadas al miedo, ansia, ambición o inmadurez, también a estados de
ignorancia y mediocridad. Nuestra sociedad, tiene disnea o disfagia: no entran
en ella el aire ni el alimento, que determinan a manera de síndrome
alteraciones de la percepción del entorno, del pensamiento, la voluntad y la
memoria. Nos hemos convertido en ansiosos tecnológicos, cuando lo adecuado
sería utilizar la tecnología en un contexto social, político, ético y
filosófico, propio de una sociedad que desea ser más culta y más justa” [1].
Este nuevo
tipo de vida psíquica desbordada ha alterado el orden de los afectos, que a su
vez se ha traducido en una disminución de la duración en las relaciones de
pareja. El desarraigo, la desazón vital, produce sentimientos de abandono e
inseguridad, y entonces el camaleonismo tiene la última palabra. Para ser
aceptado hay que mentir mucho, volverse social y políticamente correcto, caer
de pie como los gatos, no moverse de los ideologemas dominantes porque quien se
mueve no sale en la foto. Nos miramos al espejo y no hallamos nuestra verdadera
efigie, quién sabe si somos quienes somos, para qué esforzarse en saber si
tenemos alguna identidad debajo de las apariencias. Somos, si estamos, no
faltando mercenarios de la guerra que se presentan como los señores de la paz.
Vivimos,
pues, dentro de un universo engañótico, en una engañología entre
la perplejidad, insinceridad y la mentira no solamente respecto a los demás,
sino también el autoengaño, con la subsiguiente carga de frustración y de
autodesprecio subyacente en las horas bajas. Si la verdad trae mala suerte,
mejor la postverdad lábil, líquida, acomodaticia; el proceso engañótico se
desliza como el fuego y la lava de un volcán ansiogénico, cuyas fumarolas son:
a) Enormes
campañas publicitarias para vender aparatos y sistemas producen consumidores
compulsivos en todas las clases sociales, que cada vez necesitan más y más
nuevo, última generación y gama elevada.
b) Hiperestimulados
por esa publicidad que nos promete el paraíso en la tierra, los robots pasan a
convertirse en interlocutores amigos: un robot y un perro solucionan muchos
problemas relacionales. Ahora los raritos son quienes no tienen ningún robot,
ningún perro, o ningún teléfono móvil; nosotros somos el paradigma de la memez
de la posmodernez.
c) Cuando
nos vemos engullidos por la dependencia producida por el uso compulsivo,
recurrimos a interminables terapias de mantenimiento, de “vuelta a la
normalidad” (normalidad que tal le parece al anormal). Ya que no podemos
derrotar a la dependencia, nos aliamos con ella procurando controlarla. Las
terapias banales, interminables y rentables para el terapeuta manipulador del
paciente-cliente, sirven además de entretenimiento para las agendas vacías.
d) Correlativamente,
los encargados de la salud mental a niveles estatales y gubernativos se
muestran blandos, condescendientes, “comprensivos” con la pandemia, pues
también ellos están contaminados y temen perder votos si intervienen de forma
seria y correctiva en Sodoma y Gomorra. El mal de muchos pasa a ser consuelo de
tontos.
e) Ante
la imposibilidad de mejorar la situación ya irreversible, y para evitar el
pánico, se normaliza el estado de peste: “Oyendo los gritos de alegría que
subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre
amenazada, pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede
leer en los libros: que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que
puede permanecer durante decenios dormido en las alcobas, en las bodegas, en
las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la
peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las
mande a morir en una ciudad dichosa”[2].
La red engañótica, fábrica de pensamiento único, ofrece el consuelo de unas
pompas fúnebres presididas con Mammona, el becerro de oro.
f) Si
bien las dependencias generan interacciones estocásticas, nadie se lo cree en
el fondo, e incluso quienes se encuentran atrapados en la tela de araña cada
vez más densa se supervaloran recurriendo al autoengaño: ellos romperán los
hilos de la red cuando así lo deseen con suma facilidad, deportivamente
incluso: “A muchos sucede lo que al caminante, que en tiempo de lluvia se
encuentra con un arroyo, que pudiera pasar de un salto; y diciendo, adelante lo
pasaré, mientras baja más abajo, lo halla mayor y con más agua, y no lo puede
pasar. Así al que, al principio, con un salto de dolor pudiera pasar a la otra
parte de la buena vida no lo hace, dilatando la penitencia para adelante,
crecen con los días las dificultades, con que se va haciendo más inhábil cada
día”[3].
g) La
sumisión necesita inventar a un deus ex machina, que barra el mal del
escenario antagónico al modo de las tragedias griegas: el tecnopanteísmo con
formato de agatonismo inocente: disfruta de la vida y ayuda a otros a
vivir una vida digna de ser disfrutada. Ahora bien, como no se dice cómo deba
ser disfrutada, a esta pluripotencia de tecnocaprichos se le denomina
finalmente tolerancia, convertida en el segundo mandamiento del tecnopanteísmo El ciborg,
ese sistema computacional hombre-máquina, toca ahora el cielo con sus manos.
[1] Bandrés, F: Tecnología y humanización de la
asistencia sanitaria. Editorial Mounier, Madrid, 2022, pp. 42-43
[2] Camus, A: La peste.
[3] Mañara, M: Discurso de la verdad, parágrafo VIII.
Publicado
por Atrio.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Promueve el diálogo y la comunicación usando un lenguaje sencillo, preciso y respetuoso...