Reflexión | Rosa Ruiz/VN
Reconocer y ser reconocidos: mucho más que ser queridos
¿Quién
no hay oído hablar aluna vez de “la pirámide de Maslow”? Posiblemente es uno de
los constructos psicológicos más populares y, quizá también, uno de los más
distorsionados, como ocurre con el inconsciente de Freud.
No
pretendo entrar en detalles aquí. Solo quisiera compartir algo que durante
mucho tiempo me extrañó y no hace mucho descubrí que encerraba una gran
sabiduría: la necesidad humana de sentirnos valorados y reconocidos
responde a un nivel superior de madurez o crecimiento personal que la necesidad
de sentirnos amados. Lo explica en su libro ‘El hombre autorrealizado’.
Previamente,
en la base de esta pirámide imaginada, hay necesidades básicas de
supervivencia: necesidades instintivas, que nos vemos impulsados a resolver
para lograr un mínimo de seguridad que nos permita vivir y no morir. Según
avanzamos “hacia arriba”, las necesidades son menos “animales” y más humanas.
Más humanizantes. Más nucleares para poder ser quienes somos. Pues bien, antes
de alcanzar el nivel máximo de autorrealización, donde la persona encuentra un
sentido a su vida, está la necesidad de valoración y reconocimiento.
Dicho
de otro modo: para crecer y avanzar personal y espiritualmente (no se puede
separar) necesitamos que se nos reconozca como personas válidas, útiles (en el mejor
sentido), valiosas. Y sí, no es suficiente con sabernos queridos; necesitamos,
además, sentirnos reconocidos, confirmados, validados. ¡Claro que la principal
fuente de valoración debe ser uno mismo!, ¡claro que podríamos estar anclados
en niveles infantiles si nuestra estabilidad emocional dependiera de que otros
nos reconozcan! Cierto. Pero Maslow nos descubre algo que nos devuelve parte de
nuestra verdad. Humilde y frágil verdad: ser un adulto y sano no exime de
necesitar que otros reconozcan lo que eres y haces. En dos sentidos: valorando
lo bueno que hay en ti y en tus capacidades y validando que tal como eres, eres
reconocido, aceptado, confirmado.
Valorar
lo bueno del otro
Sin
duda, por desgracia, nos suele costar valorar lo bueno del otro y,
además, públicamente. Quizá por una humildad mal entendida, por envidias y
celos no confesados o por un temor patológico a que la otra persona no sepa
gestionar el elogio y entre en una espiral de orgullo y soberbia. Me imagino a
Dios creando, según el relato del Génesis, con temor a decir en voz alta lo
bien hecho que estaba todo, no vaya a ser que alguien pensara que era un
egocéntrico peligroso. Sí, cierto, es un antropomorfismo torpe, pero como
seguimos pensando que hemos sido creados a imagen y semejanza suya, sin duda se
nos concede también esta bella capacidad de alegrarnos y gozar con lo bueno
propio y ajeno, hasta el punto de no tener reparo alguno en decir bien alto:
“qué bien hecho está esto… qué buena profesional… qué gran persona eres”, o lo
que corresponda cada vez.
Y
nos queda esa segunda forma de reconocer: ¿hay acaso algo más frustrante y
dañino que no reconocer al otro tal como es? ¿Acaso no nos encontramos con
personas que dicen querernos mucho –y seguramente es cierto– y que son
incapaces de re-conocernos tal como somos?, ¿acaso no nos encontramos con
personas estupendas que, sin embargo, solo nos dan espacio y tiempo si somos
como ellos esperan que seamos? Cuando esto pase, si puedes, aléjate de ellas.
De lo contrario, cualquier día descubrirás frente al espejo que te has ido
haciendo pequeñito, como si estuvieras misteriosamente bajo los efectos de
una “jibarización” espantosa en que tienes que disminuir y hacerte
invisible para que te sigan queriendo. Más aún: tienes que re-conocerte a ti
mismo tal como ellos te re-conocen y no como eres y estás llamado a ser en lo
profundo.
Practiquemos
este sano ejercicio cocreador con el Dios de la vida: reconozcamos a los
demás públicamente y en voz alta, reconozcámoslos como son, sin poner ni quitar
nada. Expresémosles sin resquicio de duda que son personas de pleno derecho en
este lugar y en esta vida, coincidan con nuestro estilo o no. Y donde no lo
hagan con nosotros, volemos. Seguramente no han visto nuestras alas y no
saben que podemos volar. No lo reconocerán, pero les sorprenderemos.
Publicado
por Vida Nueva
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