Jóvenes |
Miguel Ángel Herrero, Profesor de Filosofía/RD
Del Miedo a la Esperanza
No me
preguntéis cómo terminamos hablando de esto, porque no lo recuerdo. En clase de Valores Éticos, una
cosa es por donde se empieza y otra por donde se acaba, depende de lo que vayan
pensando y expresando los chicos. En un momento del diálogo sobre la vida en la
adolescencia les pregunté: ¿pero a vosotros que os preocupa? Quitadas las
respuestas típicas como que el Barça pierda la liga o que no me funcione el
móvil, que las dicen para eludir lo importante, se hizo un silencio en la
mayoría. Fui insistiendo uno a una y la respuesta era "no lo sé",
hasta que una chica expresó: "yo tengo miedo, pero no sé a qué". Como
si se tratara de un oráculo salió media docena de voces que se apresuraron a
decir "eso es lo que me pasa a mí".
Por más que
intenté que localizaran la raíz de sus miedos, no lo conseguí. Todo
era un miedo sin causa aparente y yo quise buscarle una explicación, quizá por
ese defecto de fábrica que tenemos todos los humanos de explicar y de colocar
cada cosa en su sitio: "¿y no será que los dos años de incertidumbre que
llevamos con la pandemia y, sobre todo, el tener que estar recogidos en casa,
os produce inquietud ante el futuro?". Como siempre se quedan con la
última parte de la pregunta: "¡Qué va, maestro, si yo en mi casa es donde
mejor estoy!"
Aquí fue cuando
vi que el miedo, la incertidumbre y el desconcierto les habían hecho mella en
el ánimo. Era como sin un flautista de Hamelin hubiera pasado por nuestras
ciudades tocando la sinfonía monótona del miedo orquestada con la
flauta de los video juegos, la cuerda de tik-tok y la percusión de las
noticias repetidas como variaciones sobre el mismo tema, y había metido a
cada niño, a cada niña, a cada adolescente en el refugio seguro de su casa sin
querer saber nada más de la realidad exterior que lo que brinda una pantalla,
donde sólo se ve la realidad virtual, sin darse cuenta de que la fuente de sus
miedos está precisamente ahí, en los mensajes que nos mandan una y otra vez: de
riesgo de variantes del coronavirus, de manipuladores negacionistas o de
expertos en el arte del disimulo político, o de amenazas de asteroides que
impactarán sobre nosotros.
Y no digamos
del alza de los precios, de
la falta de materias primas o de componentes básicos para la industria o de
gobiernos desconcertados. Parece que no se enteran, pero en su inconsciente va
calando esa sensación de miedo, como el que sentían en la aldea gala de Astérix
a que el cielo se desplomara sobre sus cabezas.
A lo mejor ha
llegado ya el momento de que seamos capaces de extraer mensajes positivos, que los hay, en medio de todo este
huracán de miedo que estamos sembrando sobre nuestros niños y
adolescentes. Quizás ha llegado el momento de la sonrisa,
levantarse un segundo cada hora la mascarilla, sin decir nada, para que se nos
vean los labios sonrientes; quizás ha llegado la ocasión de no hacer negocio
con las malas noticias; quizás ha llegado la oportunidad de aprender a expresar
el afecto con bellas palabras a falta del beso emocionado o del abrazo
apretado; y quizás los mayores, especialmente los maestros, tenemos que
encender una luz brillante en medio de la oscuridad difusa, de hacer sonar
campanas de gloria en medio de la niebla y de sembrar esperanza en el desierto
de la tristeza.
Nunca nadie
puede estar seguro de nada, esa es la inestabilidad de nuestra existencia, pero
sí podemos hacer que todo suene a aventura y a reto con la mirada puesta en un
futuro incierto, pero esperanzado.
Publicado por
Religión Digital
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