Fe y Vida | Ramón Hernández
La familia, armazón social
y religioso
Clamor de la carne y la sangre
Este último
domingo del año 2021, la Iglesia celebró la festividad de la “Sagrada
Familia” y, de hecho, toda la liturgia se mueve como en círculo en
torno a ese tema. En las actuales circunstancias, habida cuenta de las
enormes diferencias que hay entre cómo la sociedad entiende y estructura hoy la
familia y cómo queda reflejada en el credo, en la liturgia y en la moral
católica, el tema no puede ser más actual y pertinente. Las ordenanzas del
libro del Eclesiástico, reproducidas en la primera lectura de hoy, son
contundentes y están llenas de sentido común: honrar al padre limpia de
pecados y respetar a la madre acumula tesoros. El buen trato a los padres
aligera la vida de los hijos y los enriquece. Sin duda, la relación de respeto
y honra que los hijos deben mantener con sus padres, incluso en los casos
sangrantes de maltrato y abandono, es también una consigna de oro para los
tiempos que corren, tiempos tan superficiales en los que campan a sus anchas
los egoísmos más ramplones.
Que celebráramos
la Navidad, el nacimiento del divino niño Jesús, no hace más que potenciar la
exigencia de ese respeto y de esa honra, por más que la suya no podía ser una
familia fácil debido a las exigencias de la misión excepcional que le había
sido encomendada al recién nacido, pues lo de servir a Dios antes que a
los hombres siempre ha resultado contraproducente e incómodo. Los desgarros
que en la actualidad sufren por otros motivos muchas de nuestras familias, sea
por la quiebra de las responsabilidades paternas, sea por la emancipación a
contracorriente de hijos que o bien no han madurado lo suficiente para echarse
a volar por su cuenta o bien no han aprendido a valorar como es debido el
hogar, hace que muchas veces el respeto y la honra salten por los aires,
catapultados por trifulcas dolorosas. Lamentablemente, los frecuentes
divorcios entre los padres no son los únicos que se producen en el seno de
familias que convierten en infierno el paraíso que debería ser todo hogar.
Por su parte,
el apóstol Pablo, dirigiéndose a los Colosenses en la segunda lectura, nos
presenta como cohesión indestructible “el amor, que es el vínculo de la
unidad perfecta”. Pablo acierta de pleno en lo que realmente es clave u
hormigón bien fraguado en la estructura de la convivencia familiar: cuando
en una familia reina realmente el amor entre todos sus miembros, no hay
problema ni ambición personal que se le resista. Sin embargo, cuando el
Apóstol desciende a los roles particulares, hablando de cómo debe ser el
comportamiento de cada miembro de la unidad familiar, aunque su discurso
ofreciera un “esquema perfecto” para su tiempo con la proclamación de: “Mujeres,
sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a
vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros
padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros
hijos, no sea que pierdan el ánimo”, lo cierto es que la primera
exhortación, vista desde las agrias reivindicaciones feministas de nuestro
tiempo, se ha convertido en piedra de escándalo y motivo de repulsa y hasta de
desprecio.
Pero, más que
olvidar o borrar la conflictiva sumisión de la mujer al hombre y pensando
siempre en la concordia familiar, los cristianos deberíamos proclamar
igualmente la sumisión incondicional de los maridos a sus mujeres porque, en
definitiva, la concordia familiar se construye a base de sumisión y
el amor crece sobre ella. Ampliando la panorámica, podríamos decir
incluso que solo los humildes construyen realmente la humanidad. Llevando esa
misma idea a las relaciones entre los padres y los hijos, san Pablo habla
atinadamente de que la obediencia de los hijos a los padres no debe ser abusiva
a fin de que estos no aprovechen las ventajas de su posición ni aquellos se
conviertan en puras marionetas.
Si leemos con
atención el evangelio de hoy, tomado de san Lucas, lo que deberíamos tener en
cuenta, por encima de otras consideraciones, es la tremenda angustia de unos
padres que pierden a un niño de corta edad en el enorme barullo en que la
fiesta de la Pascua convertía a Jerusalén. Nuestra sociedad sabe mucho de la
desaparición de niños y adolescentes y, lamentablemente, al contrario de lo que
les sucedió a María y José, muchas veces esas desapariciones terminan en la
desesperación de no saber nunca qué les ha sucedido a sus hijos o en algo
posiblemente más doloroso, como estar seguros de que han sido asesinados sin
que a ellos les quede siquiera el consuelo de besar y venerar sus despojos. Se
deban a raptos, a despistes o a la propia voluntad, como parece ser que ocurrió
en el caso del niño Jesús, lo cierto es que todas esas desapariciones
descoyuntan la estructura familiar y sepultan en el infierno a sus
miembros. La respuesta del niño Jesús a la pregunta de su madre
angustiada (“¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi
Padre?”) no le exonera de haber realizado una dolorosa y peligrosa
chiquillada, pues también el niño está obligado a “ocuparse de las
cosas de sus padres”.
El día que los
cristianos seamos capaces de contemplar y valorar la Sagrada Familia,
constituida al menos por tres miembros, como una de esas familias nuestras
cuyos miembros se ganan la vida honradamente con el trabajo de sus manos y
viven en el seno de una comunidad de cuyos eventos sociales y religiosos
participan con esfuerzo y sacrificio (no debió de resultarle fácil a la Sagrada
Familia recorrer en aquellos tiempos los casi 150 kms que separan Nazaret de
Jerusalén), no solo estaremos en condiciones de aportar a la nuestra cuanto se
espera de nosotros, seamos padres, hijos o hermanos, sino también de comprender
que a nuestro alrededor se formen núcleos familiares conforme a otros esquemas.
A fin de cuentas, la familia une a seres humanos en un solo núcleo para
que se apoyen unos a otros y para que, con la extraordinaria fuerza que la
sexualidad les aporta, la continuidad de nuestra especie esté asegurada.
Mientras el
niño Jesús no dejaba de ocuparse “de las cosas de su Padre celestial”, iba
creciendo en Nazaret, en el seno de su familia terrenal, “en sabiduría,
en estatura y en gracia ante Dios”. Lo cierto es que el hecho de que
los cristianos hayamos puesto en el niño nacido en Belén la efigie de “Dios”,
lejos de iluminar el desarrollo de la vida de un hombre en el seno de una
familia normal, como una más de las que vivían en la pequeña villa de Nazaret,
falsea de alguna manera su imagen de niño-joven-adulto al convertirlo en un ser
excepcional, sagrado e intocable, y nos priva de valorar como es debido
contenidos esenciales de nuestra propia vida. El arte y la liturgia,
sacralizando los colores y los ritos, han borrado el escenario real de una vida
que debería ser sumamente ejemplar en su natural simplicidad real.
A los
cristianos nos queda todavía por delante un largo camino para comprender a
fondo la “humanidad de nuestro Salvador”, idéntica a la nuestra, que también es
encarnación de la Palabra divina y rostro de la presencia de Dios. Que
Jesús comiera con publicanos y otros pecadores, que hablara con mujeres
prostituidas y que curara incluso a leprosos, la más despreciable escoria
social de su tiempo, debería abrir a nuestra Iglesia todos los caminos de la
vida para zambullirse de lleno en las pocilgas y meterse en los
zarzales que los humanos utilizamos como escenarios de francachelas degradantes.
El sexo, por
ejemplo, tan desnaturalizado y descarnado en la iconografía sagrada y en la
espiritualidad católica, siendo de suyo uno de los elementos más
hermosos y determinantes que el Creador ha insertado en nuestro cuerpo, nos
desconcierta y nos trae por el camino de la amargura, incluso en nuestros días,
a la hora de abrirle cauce para endulzar la vida de muchos individuos y
fundamentar distintos núcleos familiares. ¡Cuánto le queda por aprender a
nuestra querida Iglesia católica sobre algo tan esencial no solo para liberar
las conciencias abotargadas de muchos fieles, incluidos algunos clérigos, sino
también para no seguir situándose olímpicamente al margen de la marcha de la
sociedad en tema tan transcendental para los ciudadanos!
Publicado por Religión Digital
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