Nuestra Fe | Guillermo Jesús Kowalski/RD
¿Por qué viene Jesús?
Qui propter nos hómines et
propter nostram salútem descéndit de caelis
“Quien por nosotros los hombres y por nuestra
salvación descendió del cielo”
Hay algo en
nuestra humanidad que no es humano, algo que nos tiene fragmentados. Una herida arraigada que no nos
permite ser nosotros mismos, que nos hace torpes, que limita nuestra capacidad
de amor y verdad, que se reproduce en sistemas sociales injustos y se extiende
como la lava de un volcán. Como dice San Pablo, “no hago el bien que quiero,
sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo
quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.” (Rom 7,19). ¿Por qué fracasan
con el tiempo nuestras mejores intenciones personales y sociales por más buena
voluntad y nobles intenciones que conlleven?
Suelo sentir
esa fractura interior que, fiel a mi ego, la veo en primer lugar reflejada en
los demás cuando los juzgo.
Miro a mi alrededor y veo que esto es estructural, que no hay técnica que lo
arregle de raíz, por más “meditación” que haga. Que el mayor engaño es creer
que existe una piedra filosofal, una torre de Babel, una ideología, frutos de
nuestra razón, que lo pueda arreglar todo… Es loable intentarlo, pero
también es razonable percibir que no está en nuestras manos su realización.
Pero el Dios,
del que nos quejamos tanto, no creó las cosas así. Todo lo hizo bien y continúa
gobernándolo aún con nuestras líneas torcidas. E incluso nos hizo “socios” de
su gran obra. Nos hubiera
podido hacer unos robots con un software que no fallara nunca, pero apostó por
algo más al crearnos a su imagen y semejanza, con libertad para ser creativos
con Él y continuar con un cosmos en evolución ya que lo bueno tiende de suyo a
difundirse (“está en la esencia de los seres pasar de la potencia al acto, que
llamamos perfección”, Santo Tomás).
Resulta
complicado hablar hoy de pecado. Por un uso muchas veces excesivo y legalista,
ha pasado a ser una palabra sosa y obsoleta. Sin embargo, no admitir que es el
daño fundamental de nuestra vida personal y social significa quedar “atrapados
sin salida”, sin diagnóstico ni remedio. Desde la elección fallida de Adán y
Eva, que quisieron ser como Dios, rompiendo los límites de la naturaleza
creada, llevamos el adn solidario del pecado de la soberbia.
“Siempre seremos lo que hicimos”, porque somos personas jugando en un solo
equipo: el equipo de los humanos a lo largo de la historia.
Sin embargo, los
católicos “en regla”, los salvadores de la ortodoxia, somos propensos a
domesticar el concepto de pecado, lo reducimos para nosotros y lo achacamos con
mucha facilidad a los demás. Expresamos así, una idolatría del ego que nos
vuelve insoportables para los demás. Siempre me ha asombrado que haya una
tendencia, una constante, en los seres religiosos a sentarnos en el primer
banco a reconocer nuestros “méritos” en detrimento de los publicanos del fondo
del templo de la vida. Y a indignarnos, reclamando recompensas mayores que
aquellos llamados a la viña a la última hora. Incluso a pedir castigo divino a
aquellos que hacen el bien y “no son de los nuestros”.
Solemos
olvidar, autocomplacidos en nuestra “superioridad moral”, que las prostitutas y
recaudadores de impuestos llegarán antes al Reino de los Cielos y que la Gracia
sobreabunda donde existió el pecado, porque Dios no se deja ganar en
generosidad. ¿Qué puede aportar entonces la Navidad para este tipo de
mentalidad tan segura de sus méritos mientras tantas víctimas sufren en el
mundo -no por casualidad- sino a causa de este desorden meritocrático
estructural?
Charles Péguy, ése cristiano de periferias,
alejado de las tranquilizadoras seguridades burguesas de su tiempo, amigo de
Maritain, admirado por Von Balthasar y De lubac, decía:
“Las peores
miserias, las peores mezquindades, las oscuridades y los crímenes, incluso el
pecado, a menudo son huecos en la armadura del hombre, huecos en la coraza, por
los cuales la Gracia puede penetrar en la dureza del hombre. Mientras en la
coraza de la costumbre todo se desliza…”. Por eso “la gente de bien, los que
adoran que los llamen así, no tienen huecos en la armadura, no reciben heridas.
No tienen esa entrada para la gracia que es esencialmente el pecado”.
La Gracia
penetra por una herida abierta y admitida, de lo contrario resbala en la
impermeable piel de la superioridad farisea, continuadora sin remedio de la
soberbia adánica. El Papa Francisco, que tanto coincide con el hilo
conductor de Péguy sobre la Misericordia divina, afirmaba en Santa Marta que:
“El sitio privilegiado para el encuentro con Jesucristo son los propios
pecados”.
En Navidad
esperamos esa Gracia que no es de este mundo, pero se encarna en él para
curarlo y elevarlo; “lo que no
se asume, no se redime” (S. Ireneo). No viene para anular la naturaleza ni lo
bueno que ya existe (no quebrará la caña partida ni apagará la mecha humeante),
ni siquiera en nombre de nuevas disciplinas religiosas. Asumir, curar, elevar.
Porque la Gloria de Dios es que el hombre viva.
Estemos
atentos a lo que reclama de verdad nuestro corazón herido, no nos
distraigamos. Nuestro Salvador eligió llegar entre los pobres y
víctimas del pecado de los hombres. En un mundo de tanta injusticia, “no
hay lugar para ellos” y su nacimiento será en un mísero establo, su niñez la
pasará como inmigrante y vivirá como tantos, sin tener un lugar donde recostar
su cabeza, anunciará el Evangelio a los pobres y será ejecutado en una
humillante Cruz preparada para los enemigos de este sistema. Parafraseando a
Ghandi: “en un mundo injusto, el lugar de un justo es la muerte”.
Pero en
Navidad Jesús lo asume todo, desde bien abajo, para vencer con su Resurrección
el pecado del mundo. Ha dado comienzo una nueva etapa para la humanidad
que repara desde la Misericordia, lo inhumano que hay en ella. Lo que viene
ahora es incluso un proyecto mucho mejor que en el comienzo, como en el
Kintsugi japonés, donde la belleza del jarrón reparado es mayor al unir con
hilos de oro los distintos fragmentos. Ha comenzado un Reino con su
Justicia que hará nueva todas las cosas y que nos hacen gritar y hacer carne
las últimas palabras de la Biblia y el desenlace definitivo de la historia:
¡“Ven Señor Jesús”!
Publicado
por Religión Digital
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