La Iglesia Hoy | Jorge Costadoat (teólogo)
"La versión sacerdotal del cristianismo se ha convertido en una expresión
patológica del mismo"
Me parece que
el problema principal de la Iglesia Católica hoy no es el clericalismo, sino la
versión sacerdotal del catolicismo. El clericalismo es un problema
moral. La organización sacerdotal del cristianismo, no. Esta constituye una
dificultad estructural. Si la Iglesia Católica no estuviera organizada
sacerdotalmente, no habría los abusos de poder de los clérigos que hoy tanto
lamentamos y muchos otros problemas más.
Hay sacerdotes
que no son clericales. No abusan de su investidura. Son ministros humildes, que
caminan con sus comunidades y a su servicio. Aprenden del laicado y efectivamente lo orientan
porque tienen la apertura necesaria para aprender de la realidad y de la vida
en general. De sus prédicas nadie arranca porque tienen algo que decir.
Sin embargo,
ellos no han sido elegidos por sus comunidades y, en consecuencia, no les deben
rendir cuenta del desempeño de sus funciones. Los presbíteros, sacerdotes,
ministros o como quiera llamárselos, son escogidos por otros sacerdotes y son
ordenados por los obispos para cumplir una función. En este sentido, bien puede
aplicárseles el nombre de “funcionarios”, aunque no guste. Son
administradores mayores o menores, de una especie de multinacional, ¿la más
grande del mundo?, que nada debiera tener que ver con la Iglesia de Cristo.
La Iglesia
–que, como cualquiera organización humana, requiere una institucionalidad-
necesita de estos servidores para cumplir tareas que van del anuncio de la
Palabra a la administración de los sacramentos, pasando por la recaudación de
medios para desarrollar estos servicios, para sostener obras educativas, de
caridad y de justicia, y para la sustentación de sus propias vidas. Pero
esta misma organización ha podido deshumanizar a su dirigencia. De hecho lo
hace. ¿Necesita hacerlo en algún grado? En más de una oportunidad nos ha
parecido que sí.
El caso es que
en la Iglesia Católica actual es posible ser sacerdote sin ser cristiano. Suena
duro, pero a esto hemos llegado. En los seminarios se forma gente para enseñar y
administrar sacramentos, amén de dineros y, a veces, personas. A su efecto, los
formandos son sometidos a procesos de aculturación. Los seminaristas son
romanizados. Son reformateados. Se los viste como curas para distinguirlos de
los demás. Son eximidos de pasar por las experiencias fundamentales de sus
contemporáneos, como ser la intimidad afectiva y la paternidad, y en el caso de
los religiosos por la obligación de cualquier persona de ganarse el pan.
Los sacerdotes
son seres psicológicamente escindidos en la misma medida que son separados
(“elegidos” por Dios) del común de los mortales. Ellos representan la separación
Iglesia-mundo. Aquí la Iglesia (“sagrada”), allí el mundo (“profano”). En tanto
esta separación se acentúa, son incapacitados para entender lo que ocurre y
para guiar efectivamente a un pueblo que progresivamente los considera
irrelevantes. Las prédicas de muchísimos de ellos son un fracaso de principio a
fin. Incluso la doctrina de la Iglesia Católica, en más de un aspecto, proviene
de gente que parece carecer de la raigambre epistemológica necesaria.
Muchos,
especialmente los jóvenes, la consideran una rareza. El caso es que, los mismos
sacerdotes, divididos interiormente, bipolarizados, terminan por quebrarse. Tal
vez los curas clericales logran sortear este peligro. Pero seguramente al
precio de una deshumanización que no puede ser voluntad del Dios que,
convertido en un ser humano auténtico y el más auténtico de los seres humanos,
nos humaniza. Jesús fue un laico que supo integrar en su persona la realidad en
sus más diversos aspectos, una persona humana que nos divinizó porque nos
laicizó. ¿Quién puede explicar que se lo haya convertido en un Sumo y
Eterno sacerdote?
La Iglesia
Católica no necesita solucionar el problema del clericalismo. Necesita, en
primer lugar, des-sacerdotalizarse. En la Iglesia se han dado y se dan
versiones no sacerdotales del cristianismo: el monacato, la religiosidad
popular latinoamericana, el 70% de las comunidades de la Amazonía sin
sacerdotes, las iglesias evangélicas pentecostales y otras. Todas estas
versiones tienen problemas propios. Unas son más sanas, “más cristianas”, que
otras. La versión sacerdotal del cristianismo se ha convertido en una
expresión patológica del mismo.
Los ministros
de la Iglesia Católica –que lamentablemente no dejan de ser llamados
“sacerdotes”, como lo quiso el Vaticano II- debieran ser elegidos, formados e
investidos de poder para conducir a las comunidades gracias a procesos en los
que pueda controlarse que han llegado a tener la autoridad necesaria para
desempeñar un servicio de este tipo. La autoridad, en la Iglesia de
Cristo, debiera provenir, en primer lugar, de una experiencia personal del
Evangelio. Las autoridades tendrían que, como testigos, poder anunciar con
convicción que Dios es digno de fe y que la Iglesia misma puede constituir el
Evangelio en el mundo de hoy.
La Iglesia
Católica necesita ministros que sean cristianos, antes que funcionarios de una
organización sacerdotal internacional gestionada por una clase que se elige a
sí misma y que se cree exenta de accountability ante el Pueblo
de Dios.
El Simposio
sobre el sacerdocio que se realiza estos días en Roma será muy
probablemente inútil y, en el mejor de los casos, solo un primer paso para
salir del atolladero. Lo será si, en vez de constituir una prédica moralizante
a curas clericales, inicia la desconstrucción de la versión sacerdotal del
catolicismo que, por angas o por mangas, impide la transmisión del Evangelio.
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