Fe y Vida | Ramón Hernández MartÃn
El fanatismo tritura la
realidad
Jesús
abrazó la crudeza del mundo
No está de más detenerse un momento en
reflexionar sobre el fanatismo que también hoy, de forma escandalosa o larvada,
hace de las suyas y lastra el pensamiento al imponer una visión de la vida tan
deformada que la convierte en una vulgar caricatura. El tema tiene importancia
en la polÃtica, su campo abonado, para facilitar linchamientos psicológicos e
incluso fÃsicos. Algo parecido ocurre también en otro campo abonado, el de la
religión, en el que, tras fijar las verdades intocables del más allá, como si
se pudiera saber realmente algo de él, muchos condenan olÃmpicamente en el más
acá a oponentes y disidentes bien a pasar por el aro, bien a arder eternamente
en los infiernos. Resumiendo, dirÃamos que a quienes no voten lo mismo
que yo, ni agua; y a quienes no profesen, letra a letra, mis mismas creencias,
fuego eterno.
La RAE define el fanatismo como “apasionamiento
y tenacidad desmedidos en la defensa de creencias u opiniones, especialmente
religiosas o polÃticas”. También pertenece a ese club quien se entusiasma o
preocupa ciegamente por algo o alguien. El fanático caricaturiza la sociedad
con exageraciones puntuales que subsumen todas sus riquezas. Realidades tan
ricas y poliédricas como las polÃticas y las religiosas pierden, en manos de
los fanáticos, todos sus matices cromáticos. Hermosas realidades
policromadas se vuelven monocolores, incluso opacas. Espectaculares arcoÃris se
desdibujan por completo al mostrársenos en blanco y negro. El fanatismo
religioso, el que más nos interesa aquÃ, se caracteriza sobre todo por acortar
el horizonte cristiano y desfigurar el mensaje evangélico. Nada tiene de
extraño que exija fe acrÃtica, es decir, una creencia ciega, y que persiga sin
tregua a sus supuestos disidentes.
En general, podrÃamos decir que el
fanatismo, cualquiera que sea el campo en el que prenda, manifiesta la
debilidad mental de quien se atrinchera y enfoca la vida y el mundo desde la
parte ancha de un embudo. AsÃ, los contornos de esa realidad se reducen y sus
horizontes vitales se achican. Por eso, el fanático se vuelve cada vez más
pobre (menos realidad) y más esclavo (más fijación). De hecho, la obsesión
con el pecado, siempre tan pegajoso y purulento, arrastra a muchas de sus
vÃctimas a someter su cuerpo a una ascesis y a una mortificación peligrosas,
rayanas incluso con el suicidio. No debemos perder de vista que
psicológicamente el fanático se nutre de una adhesión apasionada e
incondicional a una causa parcial por la que despliega un entusiasmo desmedido
y sufre una monomanÃa tan aguda que lo hunde en la exclusión e incita a la
violencia.
¿Fue Jesús un fanático? Ateniéndonos a
las lecturas que de su mensaje se han hecho desde que Marcos escribiera el
primero de los Evangelios, parece que en él prima una cierta obsesión por Dios,
su Padre, y que trata de imponer a sus seguidores una conducta arriesgada e
incluso peligrosa en lo tocante a necesidades corporales, exigiéndoles
que se fÃen por completo de la providencia divina: vende cuanto tienes y dalo a
los pobres, pues Dios se ocupará generosamente de cuanto necesites, más incluso
que cuando con tanto primor cuida los lirios del campo. Pero no parece que su
vida fuera la de un excéntrico rigorista, ya que incluso fue acusado de comer y
beber con pecadores. No fue Jesús afortunadamente un anacoreta que se
sustentaba con las raÃces e insectos del desierto, a pesar de que en esas
lecturas se nos muestre convencido de que morirá joven y de que su vida
transcurre en una fuerte tensión apocalÃptica. Refleja mucho sentido
común y gran equilibrio emocional el hecho incuestionable de que Jesús, lejos
de crear problemas a sus contemporáneos y de dificultar sus vidas con un
rigorismo leguleyo, se dedicó a resolverlos haciéndolo todo bien: los hambrientos,
los enfermos, los lisiados, los desheredados y, en general, los pobres fueron
sus predilectos y los primeros destinatarios de su fuerza sanadora.
¿Somos los cristianos actuales
fanáticos? Este interrogante suscita muchas respuestas pertinentes, algunas de
las cuales sà que tienen connotaciones fanáticas. Conozco no pocos católicos
que son excluyentes sin contemplaciones. Ocurre que los fanáticos parcelan la
realidad para quedarse con la pequeña porción en que, según ellos, crece “la
verdad” y arrojan a las tinieblas el resto por estar impregnado de error y
pecado. Como juez absoluto del ser y del estar, el católico fanático te
pregunta a bocajarro para chequear la hondura y la limpieza de tu fe si crees
que Jesús es Dios y si está realmente presente en la hostia, sin reparar en
las ambivalencias y oscuridades de la primera cuestión y en lo rebuscado que
resulta la permuta de substancias pan-cuerpo y vino-sangre (transustanciación)
que está en la base de la segunda.
Hablando de fanatismo religioso, me
complace recordar lo que escribió el sabio dominico Eladio Chávarri sobre las
sendas perdidas, en Perfiles de nueva humanidad, por las que
se busca una mejor forma de vida humana. En el ámbito de la orquestación del
tiempo, por lo que al presente se refiere, habla de la reclusión en el espacio
interior y en la casa jardÃn. Sobre el refugio en el espacio interior escribe:
“Siempre hay gente que, a guisa de sabio, ilustrado o intelectual, desprecia
la vida de los ignorantes, de los necios y de los inconscientes. Ellos (esa
gente) están inmersos en una vida superior, bien protegidos por tabúes
sociales, prebendas, instituciones o asociaciones selectas. Otro tanto pasa con
los falsos misticismos. A estos mÃsticos solo les va la vida contemplativa,
aunque siempre se las ingenian para tener bien asegurado el cocido. El
torbellino de la acción, los avatares de la vida ordinaria y la lucha de los
hombres por la supervivencia no les afectan”.
Sobre la segunda reclusión, tras
recordar el epicureÃsmo de la casa-jardÃn en retirada del mundo, se asoma a las
tapias de un convento cuando escribe: “A la vida entera, que rodea a escasa
o gran distancia la clausura conventual, se la ha llamado frecuentemente mundo.
El fraile puede verse contaminado en cualquier parte. El eslogan de Pablo era
bastante distinto: "me hago con los flacos flaco para ganar a los
flacos; me hago todo para todos para salvarlos a todos" (1 Cor 9,
22). Reclusiones de jardÃn se observan, asimismo, en naturistas, en comunas, en
no pocos ecologistas y, sobre todo, en las decenas de asociaciones aficionadas
al esoterismo y al ocultismo”. ¡Qué lejos de los comportamientos de un
Pablo que se identifica con todos para ganárselos a todos y de un Jesús que se
injerta en nuestra carne para rescatarnos a todos del pecado!
Caminar por estas sendas equivocadas,
que nos alejan del mundo y nos enrocan en un castillo interior, no conduce a
ninguna parte. En vez de mejorar nuestra forma de vida, la empobrece o la
desvirtúa, pues todos los demás y el mundo entero son grandes riquezas a
nuestro alcance. Estando solos, somos realmente muy poquita cosa, y fabricarse
un paraÃso artificial para solaz de un grupito de elegidos nos corta las
alas. Jesús no se encierra en sà mismo ni se recluye en Nazaret para
alejarse del “mundo malo”, sino que se encarna y se adentra en él para abrazar
su cruda realidad: trabajo, pobreza, fatigas, dolor, soledad, desprecio e
incluso una muerte que ni para un perro apestoso. Habiendo sido
tratado como un malhechor, paradójicamente él lo hizo todo bien para mejorar la
vida de cuantos lo rodeaban o lo seguÃan. Tengo la impresión de que los
cristianos no hemos sabido imitarlo, pues, en vez de abrazar y asumir el mundo
que nos ha tocado en suerte, lo ignoramos por conveniencia e incluso huimos de
él como de nuestro peor enemigo para evitarnos problemas.
Se nos ha predicado hasta la saciedad
que los grandes enemigos del alma son el demonio, el mundo y la carne. ¡Qué
barbaridad! Echando mano de un fantasma, descarnamos el alma y la
colocamos en la estratosfera. Más aún, pues las lecturas que se han hecho
del mensaje de Jesús nos alinean con un Salvador el sentido de cuya vida se cifra
en vencer definitivamente el principio absoluto del mal, como si el mal, pura
carencia o simple contravalor de suyo, pudiera sustentar algo. No podemos
seguir ni un minuto más soportando el peso de un cristianismo dualista, de
lucha a muerte entre el bien y el mal, si queremos que los hombres de nuestro
tiempo no vean en el Jesús que les predicamos un fanático irredento que lastra
por completo su hermosa misión de salvador del género humano y regenerador del
universo. Lejos de ser nuestro enemigo, el mundo es el huerto de que se
alimenta nuestra vida y el escenario en que esta explaya. De hecho, el mundo es
tan nuestro y está tan pegado a nuestra piel que nosotros mismos somos mundo.
Lejos de identificarlo con el pecado o de confundirlo con el demonio, el mundo
es sacramento del rostro de Dios y expresión viva y juramentada del amor
perenne del que brota nuestro mismo ser. Somos parte del mundo y existimos por
amor. Frente al fanático, que emprende la senda perdida de huir del
mundo para buscar la perfección donde no hay más que carencias, el cristiano de
ley, siguiendo los pasos de Jesús, se encarnará en él y lo abrazará en su
totalidad para ser artÃfice de regeneración. Tras reducir el demonio a
pura fantasÃa literaria, los cristianos debemos ver en el mundo y en la carne
las fuerzas que, a través de la insignia de la cruz, nos conducen también hoy a
Dios, cerrando el circuito de eternidad (de amor) de la existencia con que
hemos sido agraciados.
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