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    jueves, 21 de julio de 2022

    Orar


    Espiritualidad | Miguel A. Munárriz/FA

     


    Orar


    Lc 11, 1-13

    «Venga a nosotros tu Reino»


    Para los hombres y mujeres que vivieron con anterioridad al siglo veinte, la vida era sinónimo de dificultad, inseguridad y opresión, y en esas condiciones volvían la mirada al interior y se amparaban en él. Su mejor refugio era la oración, y a ella recurrían para dar gracias por lo recibido o buscar consuelo en momentos de desolación. Establecían así una relación cotidiana con Dios que serenaba su espíritu y les confortaba ante la adversidad.


    Pero pasó el tiempo y las cosas cambiaron. La vida dejó de ser un valle de lágrimas y nosotros dejamos de sentir necesidad de Dios. Nos abrimos al mundo, clausuramos la puerta de entrada a nuestro interior y olvidamos la oración. Dios se convirtió así en un extraño con quien somos incapaces de mantener una relación personal que nos aliente; que nos libere del vacío y la angustia que —según Kierkegaard— se produce al ignorar lo eterno que hay en nosotros.


    A veces tratamos de suplir esa falta de intimidad a través de una relación en clave racional, no afectiva, pero solemos caer en un intelectualismo estéril que nada nos aporta. Como decía Unamuno: «Con la razón solo llegamos a la idea de Dios, no a Dios mismo». A Dios se llega con el corazón; se llega con la oración, pero nos resulta muy difícil “elevar el corazón a Dios” sin que nuestra psique se sienta incómoda y se apresure a sofocar de raíz nuestro intento.


    Afortunadamente existe otro tipo de oración que se manifiesta en la empatía con todos, en el perdón; en compartir, en consolar, en ayudar, en servir, en trabajar por la justicia…  Sabemos que Jesús pasó por la vida haciendo el bien y ayudando a los oprimidos por el mal, es decir, creando humanidad a su alrededor, y ésa debe de ser nuestra mejor guía y nuestra mejor oración.


    Pero aparte de su actividad profética, sabemos también que se retiraba con frecuencia a orar, y podemos imaginar que allá en la soledad de la montaña se dirigía a Abbá para contarle sus anhelos, sus desvelos, sus fracasos y sus tentaciones; como cualquier hijo. Porque Jesús había asumido sinceramente, íntimamente la condición de hijo. Y esta faceta suya nos interpela con fuerza, porque nos hace conscientes de que, si queremos vivir la vida con toda su amplitud y todo su sentido, necesitamos mantener una relación de intimidad con Dios que no logramos.


    Lucas nos cuenta que un día, a orillas del lago, se alzó una voz entre la multitud que gritó: «Enséñanos a orar», y como siempre ocurría, la respuesta de Jesús sobrepasó toda expectativa, porque en ella nos hizo entrega de su Dios, Abbá, y partícipes de su propia relación con Él. Cuando oréis, nos dijo, no debéis dirigiros al Dios todopoderoso y eterno, sino a Abbá, vuestro padre, vuestra madre. Y pedid lo importante; el Reino, el alimento, el perdón y la liberación de la esclavitud a que nos somete el mal.


    Publicado por Feadulta.com


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