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    viernes, 28 de octubre de 2022

    El fariseo que llevamos dentro


    Evangelización | Gabriel Mª Otalora



     

    El fariseo que llevamos dentro


    Son impactantes los muchos ejemplos que pone Jesús de personas social y religiosamente “incorrectas” entre los miembros de aquella comunidad teocrática judía que no encajaron el mensaje de amor y su llamada liberadora. Pero de tanto leer y escuchar el evangelio con la mirada contemporánea, sus historias y personajes acaban por quedarse atrapados en la sociología de aquel momento, alejados de nosotros. Corremos el riesgo de que la verdadera enseñanza cristiana se quede en una caricatura entre manifestaciones de la devoción popular.

     

    La Ley de Moisés era el mejor regalo que habían recibido para ser fieles a Dios, y todas las sinagogas la guardaban con veneración en un lugar especial. Pero el problema era la brecha abismal entre los “perfectos” y los “imperfectos”: los primeros, bendecidos y salvados por el Dios que premiaba sus méritos; y los segundos, excluidos y maldecidos por ese mismo Dios. Era un todo intocable. Jesús, sin embargo, no vive centrado en la Ley, porque cuando busca la voluntad del Padre con pasión, siempre más allá de lo que dicen las leyes. No se le ve preocupado por observarla de manera escrupulosa, aunque tampoco va contra ella sino contra el legalismo que se contenta con el cumplimiento literal de leyes y normas aun a costa del comportamiento injusto y contrario a la Ley de Dios: el amor.

     

    Hay un pasaje evangélico que muestra la actitud legalista como un aviso a los navegantes soberbios: el del publicano y el fariseo. Lo malo de este fariseo que desprecia al publicano de la última fila es su actitud segura de creerse en la razón, su certeza convertida en “dureza” frente a los demás y centrado en sí mismo; esto le aleja de Dios. No salió justificado porque, por encima de todo, demuestra su soberbia autosuficiente. Pensaba erróneamente haber adquirido la fe y su posición por su propio esfuerzo, sin necesidad de que Dios interviniese en su auxilio, obviando la gratuidad divina.

     

    El fariseo representa el conservadurismo de quien se siente satisfecho de sí mismo y no tiene que cambiar; se tiene por justo y puede excluir a los demás y permitirse el desprecio al prójimo. En cambio, el publicano reconoce que ha fallado, se siente pecador y pide humildemente perdón; no piensa en salvarse por méritos propios, sino alcanzar la misericordia de Dios. Me recuerda la anécdota de la guerra de la Independencia norteamericana, cuando le preguntaron a Lincoln si Dios estaba del lado de los nordistas, y él respondió que lo importante no es si Dios estaba o no de nuestro lado, sino si nosotros estábamos del lado de Dios…

     

    Lo más grande en este pasaje es que Jesús no solo desenmascara al “bueno”, sino que reivindica al excluido. Podía haberse quedado en afear la conducta del fariseo manteniendo la postura de rechazo generalizado en Israel hacia los publicanos, pero su amor le lleva a ser audaz: pone como buen ejemplo a un judío enemigo del pueblo, un excluido y pecador. El “buenoide” que confía en sus propias obras y se siente superior a los demás, es sometido a la comparación de la que sale perdiendo con el publicano que suscitaba el odio social y religioso, pero que se sintió pecador ante el Dios de la infinita misericordia.

     

    Mientras el fariseo ahonda la exclusión y el desencuentro, el publicano busca el encuentro con Dios. Este tema del encuentro es crucial en la experiencia del cristiano como la base de toda la historia de la salvación humana. Dios que sale siempre al encuentro y toma la iniciativa. Cómo tuvo que sentar este mensaje de acogida entre aquellos que se juzgaban decentes y ejemplares al verse retratados y desautorizados en su comparación con un apestado publicano al servicio de los romanos…


    Para percatarnos del impactante ejemplo de Jesús, hay que recordar que los publicanos eran el prototipo del pecador. Eran judíos que recaudaban impuestos para los romanos (publicani); abusaban de su poder y eran odiados porque cobraban a sus compatriotas para beneficio de los invasores a base de estrujar económicamente cuanto podían en su propio beneficio al amparo de la ley romana. Su dinero era tenido por sucio e impuro y el Talmud los considera gente despreciable que suscitaba un gran rechazo. Por tanto, la sociedad los aislaba y evitaba en todo lo posible -no eran su prójimo-, considerados traidores a Israel.

     

    Algo parecido le pasó también al hijo mayor en la parábola del Padre o del hijo pródigo. Sin embargo, no debemos cegarnos en la condena y la exclusión, sino practicar la comprensión sin juzgar a nadie; ni tampoco justificarnos, como nos señala José Antonio Pagola, cuando afirma que la mediocridad de mi iglesia no justifica la mediocridad de mi fe. Y es porque nos falta humildad para no caer en la tentación del fariseo de la parábola.


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