Evangelización | Gabriel Mª Otalora
El fariseo que llevamos dentro
Son
impactantes los muchos ejemplos que pone Jesús de personas social y
religiosamente “incorrectas” entre los miembros de aquella comunidad teocrática
judÃa que no encajaron el mensaje de amor y su llamada liberadora. Pero de
tanto leer y escuchar el evangelio con la mirada contemporánea, sus historias y
personajes acaban por quedarse atrapados en la sociologÃa de aquel momento,
alejados de nosotros. Corremos el riesgo de que la verdadera enseñanza
cristiana se quede en una caricatura entre manifestaciones de la devoción
popular.
La Ley de
Moisés era el mejor regalo que habÃan recibido para ser fieles a Dios, y todas
las sinagogas la guardaban con veneración en un lugar especial. Pero el
problema era la brecha abismal entre los “perfectos” y los “imperfectos”: los
primeros, bendecidos y salvados por el Dios que premiaba sus méritos; y los
segundos, excluidos y maldecidos por ese mismo Dios. Era un todo intocable.
Jesús, sin embargo, no vive centrado en la Ley, porque cuando busca la voluntad
del Padre con pasión, siempre más allá de lo que dicen las leyes. No se le ve
preocupado por observarla de manera escrupulosa, aunque tampoco va contra ella
sino contra el legalismo que se contenta con el cumplimiento literal de leyes y
normas aun a costa del comportamiento injusto y contrario a la Ley de Dios: el
amor.
Hay un
pasaje evangélico que muestra la actitud legalista como un aviso a los
navegantes soberbios: el del publicano y el fariseo. Lo malo de este fariseo
que desprecia al publicano de la última fila es su actitud segura de creerse en
la razón, su certeza convertida en “dureza” frente a los demás y centrado en sÃ
mismo; esto le aleja de Dios. No salió justificado porque, por encima de todo,
demuestra su soberbia autosuficiente. Pensaba erróneamente haber adquirido la
fe y su posición por su propio esfuerzo, sin necesidad de que Dios interviniese
en su auxilio, obviando la gratuidad divina.
El fariseo
representa el conservadurismo de quien se siente satisfecho de sà mismo y no
tiene que cambiar; se tiene por justo y puede excluir a los demás y permitirse
el desprecio al prójimo. En cambio, el publicano reconoce que ha fallado, se
siente pecador y pide humildemente perdón; no piensa en salvarse por méritos
propios, sino alcanzar la misericordia de Dios. Me recuerda la anécdota de la
guerra de la Independencia norteamericana, cuando le preguntaron a Lincoln si
Dios estaba del lado de los nordistas, y él respondió que lo importante no es si
Dios estaba o no de nuestro lado, sino si nosotros estábamos del lado de Dios…
Lo más
grande en este pasaje es que Jesús no solo desenmascara al “bueno”, sino que
reivindica al excluido. PodÃa haberse quedado en afear la conducta del fariseo
manteniendo la postura de rechazo generalizado en Israel hacia los publicanos,
pero su amor le lleva a ser audaz: pone como buen ejemplo a un judÃo enemigo
del pueblo, un excluido y pecador. El “buenoide” que confÃa en sus propias
obras y se siente superior a los demás, es sometido a la comparación de la que
sale perdiendo con el publicano que suscitaba el odio social y religioso, pero
que se sintió pecador ante el Dios de la infinita misericordia.
Mientras el
fariseo ahonda la exclusión y el desencuentro, el publicano busca el encuentro
con Dios. Este tema del encuentro es crucial en la experiencia del cristiano
como la base de toda la historia de la salvación humana. Dios que sale siempre
al encuentro y toma la iniciativa. Cómo tuvo que sentar este mensaje de acogida
entre aquellos que se juzgaban decentes y ejemplares al verse retratados y
desautorizados en su comparación con un apestado publicano al servicio de los
romanos…
Para
percatarnos del impactante ejemplo de Jesús, hay que recordar que los
publicanos eran el prototipo del pecador. Eran judÃos que recaudaban impuestos
para los romanos (publicani); abusaban de su poder y eran odiados porque
cobraban a sus compatriotas para beneficio de los invasores a base de estrujar
económicamente cuanto podÃan en su propio beneficio al amparo de la ley romana.
Su dinero era tenido por sucio e impuro y el Talmud los considera gente
despreciable que suscitaba un gran rechazo. Por tanto, la sociedad los aislaba
y evitaba en todo lo posible -no eran su prójimo-, considerados traidores a
Israel.
Algo parecido le pasó también al hijo mayor en la parábola del Padre o del hijo pródigo. Sin embargo, no debemos cegarnos en la condena y la exclusión, sino practicar la comprensión sin juzgar a nadie; ni tampoco justificarnos, como nos señala José Antonio Pagola, cuando afirma que la mediocridad de mi iglesia no justifica la mediocridad de mi fe. Y es porque nos falta humildad para no caer en la tentación del fariseo de la parábola.
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