Nuestra Fe | Alejandro Fernández Barrajón
Se acerca
noviembre: Santos y difuntos
El gran poeta
hindú Rhabindranath Tagore dice que “La muerte no es la extinción de la
luz, sino dejar a un lado la lámpara porque llega la alborada.”
Asà queremos
vivir este momento enigmático de la muerte y del recuerdo de nuestros seres
queridos; un momento misterioso, lleno de paradojas, como suele suceder siempre
en las cosas de Dios. Aquello que podemos controlar los seres humanos lo
llenamos de precisión, de cálculos, de seguros. Pero la vida sigue siendo
patrimonio de Dios, aunque nos cueste concederle esta evidencia. Por eso se
escapa a nuestros cálculos, nos sorprende siempre y nos deja descolocados.
El misterio de
la santidad y de la muerte, nos aborda un año más, cuando se acerca noviembre,
para recordarnos nuestra condición. Vivir y morir se dan la mano todos los dÃas
como dos caras de la misma moneda.
Queremos
situarnos ante el misterio de la muerte con la serenidad de quien cree que la muerte
no es el silencio total o el abandono eterno, sino el encuentro definitivo con
nuestro origen, con nuestro Dios, del que hemos salido y hacia el que todos
caminamos empujados por la fuerza misteriosa de la vida y del EspÃritu.
Unamuno, el que dicen que era ateo, escribió para su tumba y allà está escrito
en su lápida en el cementerio de Salamanca, este epitafio que es toda una
declaración de valores y principios:
“Méteme, Padre
eterno en tu pecho, misterioso hogar, allà dormiré, pues vengo cansado del duro
bregar”
Lejos de
abatirnos ante la cruda realidad de la muerte y mucho menos, de resignarnos en
un gesto estéril y desesperanzado, queremos ponernos en manos de Aquel que
juzga rectamente y que nos ha amado tanto que ha enviado a su Hijo Unigénito
para que nadie perezca, sino que todos nos sintamos convocados a la vida
eterna.
Por eso en
este dÃa, sólo nos queda reafirmar nuestra fe en Jesús, el Señor de la vida y
de la muerte, para prometerle, una vez más, fidelidad y entrega de nuestra
vida, en el servicio alegre y callado a nuestros hermanos
Podemos caer
en la tentación de pedirle explicaciones a Dios ante el misterio de la muerte
de nuestros seres queridos. Pero eso serÃa como preguntarnos por qué ha de
enterrarse el grano de trigo en la siembra.
Lo que
queremos celebrar y resaltar es el don de la vida. Nos sentimos agradecidos al
Señor por la vida. “Polvo seré, decÃa Quevedo, pero polvo enamorado” Si
es verdad que nos inquieta la realidad de la muerte, no es menos cierto que nos
llena de esperanza la Palabra de Jesús: "No temas, pequeño rebaño, que el
Padre ha tenido a bien regalaros su reino."
La vida
auténtica, como el amor profundo, tienen mucho de cruz, de sufrimientos, de
dificultades, de noches oscuras y de muerte. La muerte es también parte de este
proyecto de amor que comenzó un dÃa en nosotros con el primer llanto.
Jesús en el
Evangelio quiere hacer ver a sus discÃpulos que su misión tiene que pasar por
ser entregado en manos de los hombres y que el grano de trigo ha de enterrarse
para dar fruto. Y los discÃpulos, ayer como hoy, no entendÃan esas palabras tan
oscuras; ni nosotros las entendemos tampoco.
Nos cuesta
leer con realismo la historia de la salvación y la propia vida. Entre leemos lo
que nos conviene y pasamos por alto lo que no entendemos. Hasta que la muerte
nos grita desde nuestros seres más queridos que la cruz es necesaria para la
luz, que sólo el alma que se quema será capaz de iluminar, que la muerte, la
hermana muerte no es una advenediza sino una compañera del camino que nos va
enseñando sus cartas desde la más tierna infancia. Es una compañera leal.
Cualquier
escogido en la Sagrada Escritura arrastra una historia de dolor, de
sufrimiento, de incomprensión y de soledad, tremenda. No se salva ninguno. Y
Jesús no rehúye esta realidad, sino que la afronta como señal suprema de
entrega, convencido de que ser enviado del Padre es mirar de frente la cruz.
Y asà MarÃa,
que dijo sÃ, cuando tenÃa muchas más razones para decir no porque la oscuridad
y la prueba era tan tremenda, que tenÃa que tener mucho amor a Dios para cargar
con su vocación. Cualquiera en su lugar se habÃa hecho el sordo.
Como Juan de
la Cruz, después de recorrer la noche oscura, las selvas y entre los animales
salvajes, puede decir para rematar su experiencia de Dios:
Quédeme y olvÃdeme/
Mi pecho
recliné sobre el amado/
Cesó todo y déjeme
Dejando mi
cuidado/
Entre las
azucenas olvidado.
En este peregrinar que es la vida llevamos tres grandes heridas en el alma:
La de la vida.
Vivir sin iluminar la pregunta sobre el sentido de la vida parece simplemente.
La de la
muerte. Saber si nuestra vida es o no estéril para siempre es la otra herida
que no sabemos cómo curar.
Lo ha expresado genialmente el poeta español de Orihuela, Miguel Hernández:
“Llego con
tres heridas:
la del amor,
la de la
muerte,
la de la
vida...
Con tres
heridas yo:
La de la vida,
La de la
muerte,
La del amor.”
Pues bien, hay
una medicina capaz de curar estas tres heridas de la vida.
La del
amor. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos”. Ama de verdad el que es capaz de entregarse por los otros en
un gesto supremo de servicio y de generosidad. El que se ama sólo a sà mismo se
pierde para la vida eterna.
La de la
muerte: “Si el grano de trigo no muere no puede dar fruto, pero su
muere da mucho fruto”. La muerte es un paso necesario para la vida
definitiva.
La de la
vida. “He venido para que tengan vida y vida abundante” Yo soy el
camino, la verdad y la vida”. Jesús es el centro de la vida de los
hombres. Jesús es hoy el centro de la vida y de la muerte de cada uno de
nosotros.
Ojalá hoy nos
sintiéramos pequeños y débiles, pecadores y necesitados de vida, para que
pudiéramos oÃr la voz de Dios que nos invita a salir al encuentro de la vida
que pasa.
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