Reflexión | Miguel Ángel Munárriz/FA
Palabra y Eucaristía
Jn
4, 5-42
«El
que beba del agua que yo le daré no volverá a tener sed».
Con
este signo, Juan nos viene a decir que tan importante como es el agua para la
vida normal, lo es Jesús para la vida humana. Jesús es el agua, Jesús es la
Palabra que nos conforta y da sabor a nuestra vida; la que se convierte en la
luz para que no tropecemos y en alimento para el camino; la que nos anima a
tener esperanza a pesar de la muerte… la que está concebida para llevar al
mundo a su plenitud.
Hoy
el mundo está herido de muerte, y el simple sentido común nos permite afirmar
que sus criterios acabarán de rematarlo. El cambio climático es ya una certeza
que avanza a mucha más velocidad que la pronosticada en los peores augurios, y
con él, las sequías, las pérdidas de cosechas, la destrucción de los fondos
marinos, la escasez de recursos necesarios para la vida, las migraciones
masivas, los conflictos para acceder a esos recursos… el hambre… la muerte…
Y
no solo eso, porque las relaciones humanas también están sumidas en una crisis
profunda y angustiosa. La deshumanización de nuestra sociedad, la
mercantilización de toda actividad humana, la sacralización de la cultura de la
muerte y el conflicto, el deterioro de la convivencia o la desigualdad trágica
que lleva a unos a derrochar y a otros a morir de hambre, son hechos que nos
deben hacer reflexionar, porque en lugar de mejorar, van a peor, y a un ritmo
que nos produce vértigo.
También
nos dice el sentido común que los criterios de Jesús pueden librar al mundo del
desastre al que parece abocado, y en esta coyuntura, los cristianos podemos
optar por alinearnos con el mundo, o ponernos de perfil, o ser fieles a nuestro
compromiso con la misión y empezar a dar testimonio en serio de los criterios
evangélicos. Pero para poder hacerlo debemos estar guiados y alimentados por la
Palabra; dispuestos a responder a ella… y esto implica que primero debemos
conocerla. El problema es que hemos dinamitado los cauces de transmisión de la
Palabra y corremos el riesgo de que se convierta en patrimonio de media docena
de eruditos iniciados.
Hubo
un tiempo, y no lejano, en que el contacto de los cristianos con la Palabra era
permanente, porque cada domingo asistían a la eucaristía y allí se leía el
evangelio y se comentaba. Y eso se manifestaba en sus vidas. Había una forma
específicamente cristiana de vivir que todo el mundo identificaba como tal y
que, sin duda, contribuía a humanizar el mundo. Pero en un momento dado, la
eucaristía dejó de constituir el centro de la vida cristiana, los templos se
vaciaron, se perdió el contacto con la Palabra, y esa actitud de servicio
motivada por la relación permanente con ella dejó de ser la norma para convertirse
en excepción.
Tampoco
está funcionando la cadena secular de transmisión de la Palabra de padres a
hijos porque los padres la desconocen. Por eso necesitamos recuperar la
eucaristía por encima de todo; y si ya no nos sirven los argumentos de antaño,
procuremos recuperar sus orígenes. La vida de las primeras comunidades
cristianas giraba en torno a “la cena del Señor”. Allí se reunían, se
confortaban mutuamente, atendían las necesidades, leían la Palabra… y eran
contagiosos, y en su seno no había pobres.
Oímos
hablar de muchos y variados problemas de la Iglesia, pero muy poco, o nada, de
la amenaza real de la pérdida de la Palabra, y quizás sería oportuno hacerse
esta pregunta: ¿No estaremos colando el mosquito y tragándonos el camello?
Publicado
por Feadulta.com
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