Fe y Vida | Juan Luis Vásquez Díaz-Mayordomo
30 de junio: Santos protomártires romanos, las
antorchas que iluminaron Roma
Algunos de
los primeros mártires cristianos, compañeros de los apóstoles Pedro y Pablo,
fueron untados con brea y quemados vivos para dar luz a las noches de la
capital del Imperio romano
Una de las
pruebas que ofrece la apologética a favor de la hipótesis cristiana es el hecho
de que unos rudos hombres de campo, muchos sin letras —refiriéndose a los
apóstoles—, lo dejaron todo para dar la vida por aquello que habían visto y
vivido: si Aquel que conocieron no fuera la Verdad, no habrían dado ese paso
hacia la muerte. Si eso fue así en el caso de los primeros amigos de Jesús,
cuánto más lo es en aquellos que ni siquiera lo conocieron en vida, como
aquellos ciudadanos de Roma que dieron fe a las palabras de Pedro y Pablo y
acabaron siendo mártires como ellos.
Los santos
protomártires romanos son un número desconocido de cristianos que fueron
torturados hasta la muerte de la manera más cruel, después de que el emperador
Nerón los acusara de provocar el incendio que devastó la capital del Imperio
romano en el año 64. El origen de esta persecución fue el espectacular
siniestro que empezó en la noche del 18 de julio y que duró seis días con sus
seis noches en la zona del Circo Máximo. Cuando parecía ya extinguido, se
desató otro foco de igual virulencia en el barrio Emiliano, en la finca del prefecto
Ofonio Tigelino, uno de los hombres de confianza del emperador. En la retina de
muchos pervive la escena de Quo vadis, en la que
un genial Peter Ustinov toca la lira mientras ve la ciudad arder. Sin embargo,
la responsabilidad de Nerón no está probada desde el punto de vista histórico.
Hay quien asegura que el emperador ordenó arrasar la ciudad para poder levantar encima su espectacular Domus Aurea, un complejo palaciego de más de 50 hectáreas lleno de lujos. Otros historiadores defienden la inocencia de Nerón y proclaman que incluso llegó a dar cobijo y alimento a los numerosos afectados por el incendio. Lo que nadie pone en duda es que acusó a los cristianos de haber provocado intencionadamente ese desastre. Ya fuera por desviar la atención de su propia responsabilidad o por la necesidad de encontrar un cabeza de turco, Nerón culpó a los cristianos. Ocho años antes expulsó de Roma a aquellos judíos «liderados por un tal Cresto», en palabras del historiador Suetonio. Todavía a las incipientes comunidades cristianas se las veía como una secta judía idólatra sin relación con los dioses paganos y hasta se las acusaba de canibalismo por comer el Cuerpo de Cristo.
Quo
vadis
La historia de estos mártires fue popularizada por el polaco Henryk
Sienkiewicz en su novela Quo vadis, cuyo título recoge la tradición de la huida de
Pedro ante la persecución de Nerón. En determinado momento, se cruzó con
Cristo. «¿Adónde vas, Señor?», le dijo el apóstol. «Voy a ser crucificado en
Roma de nuevo, porque mis discípulos me abandonan». Avergonzado, Pedro regresó
a Roma para ser mártir.
En
consecuencia, a los seguidores de Cristo se los consideraba entonces un desafío
al orden establecido en el Imperio Romano por tener un sistema de creencias
propio, distinto incluso al de su raigambre judía. Así, Suetonio los llega a
denominar como «hombres llenos de supersticiones nuevas y maliciosas».
En ese
ambiente de confusión e indignación por el incendio, cuenta el también
historiador romano Tácito que «Nerón buscó rápidamente un culpable para
librarse de la acusación e infringió las más exquisitas torturas sobre un grupo
odiado por sus abominaciones, a los que el populacho llama cristianos». Se
refiere también a la nueva fe como una «dañina superstición» que consiguió
llegar a Roma, «donde todos los vicios y los males del mundo hallan su centro y
se hacen populares». Dice Tácito que los soldados de Nerón arrestaron en primer
lugar a quienes no renunciaron a su fe al ser preguntados. Las torturas
hicieron el resto. Al final, una «inmensa multitud» fue presa para ser llevada
a la muerte.
Todos ellos
fueron ajusticiados en medio «variados tipos de mofas». Detalla Tácito que,
«cubiertos con pieles de bestias, fueron despedazados por perros» hasta morir.
Otros acabaron «crucificados o condenados a la hoguera», e incluso algunos
fueron untados con brea y aceite y quemados como antorchas vivas «para servir
de iluminación nocturna» a la ciudad.
El
sacerdote y hagiógrafo Alban Butler se refiere en su Vidas de los santos a
estos sucesos como la primera gran persecución de la historia contra los
cristianos y dice que estos discípulos «sirvieron de espectáculo y diversión
para el pueblo». Fueron, concluye, «primicia de los innumerables mártires con
los que el Imperio romano pobló el cielo».
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