Reflexión | Miguel Ángel Munárriz/FA
Necesitados
Mt
15, 21-28
«¡Ten
piedad de mí! … ¡Señor, socórreme!»
Jesús
está en tierra de gentiles. Una mujer cananea tiene una hija gravemente
enferma, siente necesidad de ayuda, tiene una fe ciega en que Jesús puede
ayudarle… y su hija queda sana. Nos suena a conocido. Nos recuerda a ese otro
episodio en el que un centurión tiene un criado enfermo, sale al encuentro de
Jesús en Cafarnaúm, y el criado recobra la salud. «Mujer, grande es tu fe», le
dice a la cananea. «Os aseguro que no he encontrado en Israel una fe como
ésta», dice del centurión. En ambos casos concurren dos circunstancias que
propician el milagro: la primera, que le buscan porque se sienten necesitados
de ayuda, la segunda, que confían en Jesús.
Sentirse
necesitado es el primer paso para el seguimiento de Jesús, y quien no sienta
esa necesidad jamás se acercará seriamente a él y se perderá la buena Noticia
(como les pasó a los notables de Israel y como nos pasa a tantos de nosotros).
A Jesús le siguió la gente necesitada, gente característica de una región y una
época en que la incultura, la enfermedad y la pobreza, estaban tan arraigadas
que constituían la tónica general de la sociedad. Pero su necesidad no era sólo
de índole material, porque, además, se sentían despreciados por los buenos; por
los predilectos de un Dios que premiaba a los justos con bienes y castigaba a
los pecadores, como ellos, con miserias.
Y
fueron estos últimos los que encontraron en Jesús una puerta abierta a la
esperanza, porque Jesús trataba a cada uno como si fuese el más importante de
los hombres. No mostraba ninguna preferencia por los doctores, los santos o los
ricos, sino que acogía a todo el que se le acercase. A esos míseros,
desarrapados, a veces cojos, o ciegos, casi siempre impuros, les decía que
poseían la dignidad de hijos de Dios; que eran herederos de su Reino; que sus
calamidades no eran fruto del rechazo de Dios por sus pecados; que el papel de
Dios no es castigar a los pecadores, sino ayudarles a salir de la esclavitud
que acarrea el pecado; que, en todo caso, quien cae en él no debe temer ni
desesperar, porque Abbá perdona siempre y sin condiciones… Una excelente
noticia.
Les
hablaba en un lenguaje familiar que todos entendían; no como los escribas y los
fariseos. Cualquier cosa cotidiana le servía para hablarles de Dios, porque
sentía que toda la creación es sagrada, reflejo del creador. Nunca tenía prisa;
les dedicaba todo el tiempo y la atención que requería su tarea. Vivía para
ella. Para aquellos excluidos, marginados, empecatados, malditos, abandonados,
ignorados… esto era el reino de Dios en la Tierra. Ya no había que esperar más;
estaba allí, junto a ellos…
Respecto
a nosotros, sólo nos decidiremos a seguir a Jesús en serio si nos sentimos tan
necesitados de ayuda como ellos y confiamos en él. Y es cierto que la sociedad
moderna nos proporciona una sensación de seguridad que antes no existía, pero
las necesidades esenciales no han variado ni un ápice desde entonces: dar
sentido a la vida y vencer el miedo a la muerte. Y eso es lo que nos ofrece
Jesús… Pero, para confiar en él como confiaron la cananea o el centurión, es
preciso conocerle… y hoy casi nadie parece interesado en mantener su recuerdo.
Publicado
por Feadulta.com
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