Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Jesús, lleno de la alegría en el
Espíritu Santo
Martes
de la 1a semana de Adviento / Lucas 10, 21-24
Evangelio: Lucas 10, 21-24
En
aquella hora Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo:
«Te
doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas
cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí,
Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha sido entregado por mi
Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino
el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar».
Y
volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
«¡Bienaventurados
los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y
reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros
oís, y no lo oyeron».
Comentario
Lo
«escondido» sólo pueden verlo «los pequeños». No es la grandeza humana la que
permite ver lo invisible: «muchos profetas y reyes quisieron ver lo que
vosotros veis, y no lo vieron». Los secretos de la eternidad no se aprecian por
la potencia de los sentidos o de la inteligencia. Su luz es tan fuerte que
ciega. La visión no deja que lo invisible se muestre a su manera. Porque exige
a lo invisible que sea visible, que sea como él quiere verlo. La visión quiere
que Dios se vea, que sea a la manera de los sentidos. Por eso, lo invisible no
lo ve el vidente. Lo invisible lo ve sólo el invidente, con la luz trémula de
su debilidad. El ciego, como no puede ver, asume lo que no puede verse sin
pretensiones. Su invidencia permite a lo invisible ser invisible, y que se muestre
tal y como es.
Dios
invisible se desvela de forma totalmente gratuita, por gracia, relacionándose
libremente con nuestra fragilidad. Todos los hombres son invidentes en cuanto a
lo que se refiere a Dios. Cuanto más su sabiduría y su grandeza les hacen
pensar que alcanzarán lo invisible, más se les esconde. Porque lo invisible
solo lo alcanza el hombre por medio de su invidencia, cuando reconoce su
incapacidad de ver a Dios. Es entonces cuando se comienza a ver en su misterio
secreto, justo cuando no se le ve.
La
aparición de Dios en el mundo fue una manera nueva de esconderle. Su
encarnación revelaba a Dios en un doble sentido: lo mostraba a la manera
visible humana; pero, precisamente por ello, ponía sobre Él el velo de la carne
humana: al ser visto Dios como hombre, no era visto como Dios, sino como
hombre. Y para poder ver a Dios en el hombre era necesario ver en Él lo que
nadie puede ver: «nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el
Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
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