Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Los espíritus inmundos gritaban: «Tú
eres el Hijo de Dios», pero él les prohibía que lo diesen a conocer
Jueves
de la 2ª semana del tiempo ordinario / Marcos 3, 7-12
Evangelio: Marcos 3, 7-12
En
aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar y lo
siguió una gran muchedumbre de Galilea.
Al
enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén,
Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que
le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío.
Como
había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para
tocarlo. Los espíritus inmundos, cuando lo veían, se postraban ante él, y
gritaban:
«Tú
eres el Hijo de Dios».
Pero
él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.
Comentario
Buscaba
un lugar solitario donde reposar. Por eso, «Jesús se retiró con sus discípulos
a la orilla del mar». Los que hemos vivido y crecido junto al mar, necesitamos
volver a él de tanto en tanto. Nos permite recuperar el sentido de la tierra, y
de todo lo que hacemos en ella. El mar es nuestro horizonte, porque nos rodea
con su undoso misterio. Gracias mi a madre tomé conciencia de esa amistad con
el mar: «cuando tengo dudas —me dijo cuando yo tenía diez años— me basta con
venir a ver el mar, porque habla de un Dios bueno que ha hecho un mundo
hermoso; entonces puedo confiar». Desde entonces, nunca me ha abandonado esa
certeza del misterio bueno de Dios, pasase lo que pasase. Y me basta mirar de
nuevo el mar para revivirla. No me extrañaría que Jesús y María hubiesen tenido
una conversación así, y mucho menos que esa preferencia de Jesús por reposar
junto al mar fuese por esa relación sanadora con el misterio.
Aquella
vez no encontró soledad, porque «lo siguió una gran muchedumbre de Galilea» y,
por si fuera poco, «al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de
Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón». Toda aquella
gente pensó que en aquellos milagros encontrarían la paz. «Todos los que
sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo». Pero quizá les hubiera
bastado con aprender a mirar el mar como lo miraba Jesús. Quizá hubiera sido
suficiente con contemplar el reflejo del mar en sus ojos para reconciliarse con
sus vidas, por duras que fueran. Allí brillaba el misterio de Dios y la bondad
secreta del mundo. Sus discípulos pudieron contemplarlo de cerca muchas veces.
Pudieron ver que esos instantes de relación con el Padre recuperaban a Jesús de
su cansancio, y le daban seguridad ante las tempestades.
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