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    jueves, 29 de febrero de 2024

    La visión de mi padre sobre tener “casa propia”


    La Escuela Económica | Esteban Delgado (@estebandelgadoq)

     


    La visión de mi padre sobre tener “casa propia”

     

    Cada vez que tengo la oportunidad, aprovecho este espacio para rendir tributo a mi padre en fecha aproximada al 27 de febrero, que en República Dominicana implica un aniversario más de nuestra independencia, pero para mí, en forma adicional, es un aniversario más de su muerte.

     

    Las pocas veces que escribo sobre él es para recordar algunas de sus enseñanzas, las cuales nos inculcó desde temprano, pues su estado de salud le indicaba que moriría antes de tiempo, dejando a cuatro hijos adolescentes.

     

    Nuestra familia, de origen pobre, tenía la fortuna de poseer “casa propia”; nada suntuosa, pero sí un espacio, sin título, en un barrio marginado, del cual nadie nos podría desalojar. Esa, para mi padre, era su mayor realización personal.

     

    Estando enfermo, siempre nos decía: “si tienen que buscar dinero para mi tratamiento, hagan todo lo posible, pero nunca hipotequen la casa”. Su insistencia era constante, comprometerse económicamente, pero sin que ello implicara poner la casa en garantía. Era enfático en decirnos que, con techo propio, podríamos hasta pasar hambre, pero con la seguridad de que tendríamos donde dormir cada noche.

     

    Tras su muerte, mi madre continuó a cargo de los gastos del hogar con un pequeño negocio de “fantasía” o tiendita de venta de diversos artículos. Vivía tomando créditos de los suplidores para abastecerse y continuar vendiendo, pero sola. No volvió a casarse, a pesar de haber enviudado con 46 años de edad y con cuatro hijos adolescentes durante la segunda mitad de los años 80.

     

    Fuimos avanzando y, “arañando”, emprendimos una mejora de la casa para cambiar el techo de zinc por concreto y ampliar algunas áreas. En el proceso, se agotó el dinero disponible y la construcción estaba a “medio talle”, como se dice regularmente.

     

    Pasaron varios meses y decidimos recurrir a un financiamiento con “el prestamista del barrio”. Éste, muy amable, nos llevó un documento que consistía en un acto de venta donde se hacía constar que le estábamos vendiendo la casa por el valor del préstamo que nos estaba concediendo. Puede verse exagerado, pero esa es la forma en que los prestamistas del barrio lo hacen cuando es con un bien inmobiliario en garantía.

     

    Recuerdo que nos dejó el documento para que lo firmáramos todos, es decir, mi madre y los cuatro hermanos. Debíamos pagar una tasa de interés de 10% mensual por un préstamo cuyo monto era apenas el 15% del valor que tenía el inmueble que pondríamos en garantía.

     

    Solos en la casa, con el acto notarial, ya teníamos la decisión de firmar, pues entendíamos que pagaríamos las cuotas y saldaríamos el préstamo con el cual considerábamos que podíamos terminar la remodelación y ampliación en proceso.

     

    Nunca olvido que estábamos mis dos hermanas, mi hermano y yo en el patio, mientras mi madre hacía algunas cosas en la cocina. Teníamos el lapicero y el documento en un banquito que los cuatro rodeábamos mirándolo antes de proceder con la firma.

     

    En eso, de forma repentina, pero positiva y directamente acertada, me llegó a la mente las tantas veces que mi padre, José Antonio, cariñosamente René, decía: que “nunca” hipotecáramos la casa; incluso, ni siquiera para costear su tratamiento de salud, lo cual implicaba su propia vida.


    Me puse de pies y le dije a mis hermanos: “No. No vamos a firmar ese documento, no vamos a hipotecar la casa. Eso es algo que nuestro padre nunca nos perdonaría. Además, corremos el riesgo de perderla”. Parece que todos pensábamos igual y que solo faltaba alguno de nosotros para decirlo, pues de inmediato mis tres hermanos respondieron al unísono en apoyo a mi posición y cuando fuimos a la cocina a decirle nuestra posición a mi madre, ella, llorando, nos abrazó y se alegró. Solo atinó a decir: “terminaremos la construcción cuando Dios quiera, con nuestro propio esfuerzo”. Y así fue.

     

    Y como lo bueno se hereda, recuerdo que hace pocos años mi hijo estaba listo para casarse, le pregunté qué esperaba y me dijo: No me casaré hasta tener “casa propia”. Eso me motivó a ayudarle con el inicial de un apartamento cuya compra completó con un crédito hipotecario. Se casó con vivienda propia.






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