Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Tú eres Pedro, y te daré las llaves
del reino de los cielos
Jueves de la 1ª semana de Cuaresma. La Cátedra del
apóstol San Pedro, fiesta / Mateo 16, 13-19
Evangelio: Mateo 16, 13-19
En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de
Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:
«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?».
Ellos contestaron:
«Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que
Jeremías o uno de los profetas». Él les preguntó:
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro
tomó la palabra y dijo:
«Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Jesús le
respondió:
«¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso
no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los
cielos.
Ahora yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.
Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que
ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra
quedará desatado en los cielos».
Comentario
«Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Después de
decir aquello Pedro debió conmoverse. No había escogido él esas palabras y
sobre todo esa certeza le pertenecía. Todo aquello había aparecido en su mente
y en su corazón sin demasiado esfuerzo. Jesús tenía razón, no se lo había
«revelado ni la carne ni la sangre». Los pensamientos que solía generar su
cabeza no tenían esa gravedad. Estos venían de un lugar tan profundo de sí
mismo que ni siquiera sabía que tenía. Venían de algo más interior a él que él
mismo. Desde aquel lugar recóndito de sí mismo al que nunca se había atrevido a
descender. Ahora lo sabía: allí habitaba el «Padre que está en los cielos».
Además, esa certeza había brotado en él con fuerza
pero, sin violencia. Y después de decir aquello, le invadió una gran paz.
Realmente había encontrado la salvación. Desde dentro de sí podía verlo con
claridad. Aquella certeza no tenía nada que ver con su osadía habitual. Su
corazón era impetuoso. Siempre se atrevía muy por encima de sus posibilidades.
Con frecuencia le ocurría que un instante después de haberse abalanzado sobre
algo le invadían las dudas.
Pedro debió estar muy atento a no confundir la seguridad
de esas dos mociones. Porque aquella certidumbre que nacía de su íntima
relación con Dios servía de hogar para los demás. Aquellas palabras pusieron
nombre a lo que todos sus compañeros sentían pero, no eran capaces de decir.
Pero la euforia de su atrevimiento desenfrenado, que tantas veces le había
hecho creerse autorizado por Dios, le dejaba solo a él con su impulsividad y
tendía a dejar solos a los otros, abandonados a sus sentimientos individuales.
Esto debió comprenderlo especialmente cuando su arrojo fue del todo
insuficiente para no acobardarse en el camino a la cruz, permitiendo la
dispersión de todos los discípulos.
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