Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Yo y el Padre somos uno
Martes de la 4ª Semana de Pascua / Juan 10, 22‐30
Evangelio: Juan 10, 22‐30
Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación
del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de
Salomón.
Los judíos, rodeándolo, le preguntaban:
«¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres
el Mesías, dínoslo francamente». Jesús les respondió:
«Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en
nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque
no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me
siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las
arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado, es más que todas las cosas,
y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».
Comentario
«¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres
el Mesías, dínoslo francamente». Lo que esperamos de Dios es que se manifieste
de forma evidente. Queremos estar seguros externamente. Pero Dios siempre ha
decidido seguir escondido. Quizá porque precisamente esa sea su naturaleza:
Dios es misterio, y precisamente porque lo es podemos ser libres de rechazarlo.
Si Dios estuviera ante nosotros de forma inmediata nos avasallaría con su
presencia. La libertad del hombre tiene su espacio precisamente en el mundo
tras el cual ha decidido Dios esconderse para manifestarse de forma indirecta,
suave. Con la forma del amor, no con la del poder. Quiere ser amado, no
simplemente obedecido.
Por eso, la vida de Cristo sigue la misma lógica,
también en su resurrección. Los signos de Cristo son indirectos, y por eso
interpretables: «las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan
testimonio de mí. Pero vosotros no creéis». La vida eterna se encuentra no por
la irrupción violenta de la Eternidad. Porque destruiría el tiempo y borraría
el espacio de nuestra libertad. La Eternidad es la musicalidad de la voz del
Amado que resuena a cada instante del tiempo, como un río de paz que llena de
una esperanza misteriosa al creyente: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las
conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para
siempre, y nadie las arrebatará de mi mano». El signo de Cristo es el exceso de
cada momento, el más allá de cada cosa, la presencia de un Tú sigiloso, que nos
ama y nos permite esperar un buen porvenir: «Lo que mi Padre me ha dado es más
que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y
el Padre somos uno».
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