Ecología Integral | Pierluigi Sassi
Cop29, la ecología también
necesita multilateralismo
Comienza la
segunda semana de la cumbre del clima en Bakú (Azerbaiyán)
Hoy comienza
en Bakú la segunda y decisiva semana de trabajo de la Cop29. Una Conferencia
sobre el Clima sobre la que pesa la responsabilidad de definir la financiación
verde de los próximos años, uno de los aspectos más delicados e importantes de
la lucha contra el calentamiento global.
En el Estadio
de Bakú -la espléndida estructura montada para la ocasión por Azerbaiyán-
salieron a relucir los problemas que desde hace más de treinta años aquejan a
estas negociaciones, haciéndolas a menudo ineficaces, y ofreciendo una imagen
bastante desalentadora a los ojos de la opinión pública mundial.
La ausencia de
tantos líderes decisivos, la deserción o salida anticipada de algunos países,
los escándalos y la presencia de miles de grupos de presión de los combustibles
fósiles, el silenciamiento de la voz de la sociedad civil, el impresionante
número de jets privados utilizados para viajar a la COP por dignatarios y
celebridades... Se podría seguir y seguir.
La propia
circunstancia creada por las elecciones en Estados Unidos -acogida por todos
como una premisa del fracaso, no sólo de la Conferencia de Bakú, sino incluso
del Acuerdo de París y quizás de la Convención Marco de la ONU que organiza
estas negociaciones- es en sí misma surrealista si tenemos en cuenta de lo que
estamos hablando.
Como todos
sabemos, la lucha contra el cambio climático ya no es la cuestión radical-chic
de hace cincuenta años, cuando estaba relegada al estrecho círculo de los
ecologistas. Es más bien la emergencia política y económica del siglo; una
catástrofe humanitaria que se cierne sobre nosotros y que corre cada vez más el
peligro de descontrolarse; es el fundamento principal de toda justicia
planetaria.
¿Cómo es
posible que la elección de un presidente claramente poco afín a las cuestiones
medioambientales, como Trump, desplace a todo el mundo cuando la causa a tratar
es de tal importancia? ¿Tal vez podamos permitirnos posponer la cuestión como
posponemos una cita? ¿Acaso cesarán los cientos de muertes prematuras causadas
cada día por fenómenos meteorológicos extremos y el exterminio de millones de
personas al año por la contaminación atmosférica? ¿Terminará la huida hacia el
norte de decenas de millones de emigrantes medioambientales?
Los problemas
persisten y la opinión pública es consciente de ellos. Por primera vez en
treinta años, todos los medios de comunicación del mundo informan a diario de
la marcha de las negociaciones, a pesar de las dificultades y los fallos de
organización que las complican. Todos nos hemos dado cuenta de que el asunto es
serio y de que las próximas víctimas podríamos ser nosotros. Todos hemos
comprendido que la crisis climática es ese elemento de ruptura con un pasado
lleno de graves errores, que puede hacer de la justicia climática el poderoso
detonante para la construcción de una nueva justicia social. Todos nos hemos
dado cuenta de que éste es probablemente el último llamamiento para una
economía que está jugando con fuego y que debe entrar en razón, aquí y ahora,
porque el tiempo de las palabras ha expirado.
Lo saben bien
incluso los negociadores estadounidenses, que no paran de repetir que EEUU no
se detendrá en su inexorable camino hacia el desarrollo sostenible, a pesar de
las políticas de Trump. Y todos los demás negociadores presentes en Bakú, que
acuden a la COP porque es la única mesa internacional donde es posible definir
una política climática global, también lo saben bien.
Por supuesto,
el multilateralismo atraviesa una crisis muy grave. Las guerras geopolíticas y
comerciales cargan cada diálogo internacional con un sinfín de pesadas
superestructuras. Estados Unidos y China, por ejemplo -que son las dos
economías más importantes y más contaminantes del planeta- viven entre sí un
enfrentamiento cada vez más estrecho y complejo, muy difícil de descifrar a
«simple vista». Pero en Bakú quedó claro que estos dos gigantes consideran la
economía verde como una palanca competitiva ineludible que ningún negacionismo
político podrá detener. Ambos países encabezan la clasificación de inversiones
en transición energética, y China -el primero de la clase- también ha llevado
ya gran parte de estas inversiones a los países en desarrollo (25.000 millones
en 8 años).
En resumen, el
peligro ya no es que los políticos nieguen el problema climático y rehúyan las
inversiones verdes. Esto ya no puede suceder. El verdadero peligro es que para
conservar su liderazgo, o para ganar otros nuevos, estas inversiones sigan
lógicas perversas, con el riesgo de relegar de todos modos a la humanidad a un
futuro distópico.
Hay que tener
claro que no hay alternativa al multilateralismo. Resolver los problemas
globales requiere una gobernanza global y esto sólo puede lograrse de dos
maneras: con un gobierno único -una solución impensable hoy en día y, en
cualquier caso, muy arriesgada en términos de concentración de poder- o con un
condominio sano, en el que todos se pongan de acuerdo para encontrar
soluciones, definir reglas y aplicar programas. Por tanto, si no tenemos
alternativa, es bueno que todos se comprometan a hacer que la única solución
que tenemos funcione lo mejor posible, en lugar de generar confusión intentando
sacar cada uno su propio beneficio exclusivo de esta crisis.
La Cop29 se
dedica hoy a definir la financiación que los países ricos deben proporcionar a
los pobres por dos sencillas razones: la primera es que los países
contaminantes con una posición fuerte en los mercados internacionales han
causado daños a los países pobres que no tienen la culpa de la crisis
medioambiental; la segunda es que incluso estos países desarrollarán tarde o
temprano su propia economía, y es extremadamente peligroso que al hacerlo más
de tres mil millones de personas descuiden el factor de la sostenibilidad,
porque esto llevaría al colapso de todo el ecosistema terrestre.
La justicia
climática es el ejemplo más llamativo de lo que la doctrina social de la
Iglesia denomina el «bien común». Y como la economía civil nos ha enseñado
durante cientos de años, no se puede tener un bien común si se excluye siquiera
a una parte de la población. El ecosistema o es sano o perjudica a todos. Es
inútil pensar en los propios intereses mientras el planeta está en llamas,
porque los listos provocarían la ruina de todos, incluidos los suyos.
Una vez más me
vienen a la mente las luminosas palabras utilizadas por el Papa Francisco en
Laudato si': «Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el
desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos
impactan a todos. El movimiento ecológico mundial ya ha recorrido un largo y
rico camino, y ha generado numerosas agrupaciones ciudadanas que ayudaron a la
concientización. Lamentablemente, muchos esfuerzos para buscar soluciones
concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no sólo por el rechazo de
los poderosos, sino también por la falta de interés de los demás. Las actitudes
que obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la
negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza
ciega en las soluciones técnicas. Necesitamos
una solidaridad universal nueva».
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