Nuestra Fe | Enrique Ciro Bianchi
Jornada Mundial de los
Pobres: “A mí me lo hicieron”
La
identificación entre Cristo y los pobres es un misterio de amor tan grande que
nuestro espíritu apenas puede balbucear aquello que la gracia divina quiera
mostrarle.
Cada año, la
Jornada Mundial de los Pobres es una fecunda ocasión para que los cristianos
maduremos en la convicción de que –como enseña el Papa Francisco– “el corazón
de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres” (Evangelii Gaudium 197).
En su designio amoroso, Dios decidió abrirnos el camino a la Vida plena
haciéndose pobre (cf. 2Co 8,9) y transitando el sendero de la cruz y de la
muerte. Al hacerlo de este modo, misteriosamente asoció a los pobres a su obra
redentora. Tanto que puede decirse que “todo el camino de nuestra redención
está signado por los pobres” (EG 197) y que a ellos “Dios les otorga su primera
misericordia” (EG 198). En esta preferencia divina se funda la Iglesia cuando
invita a los cristianos a vivir el amor haciendo una opción por los pobres, que
–como afirma Benedicto XVI– “está implícita en la fe cristológica” (Discurso
en Aparecida, 3).
Este acento
del corazón de Cristo hacia los pobres es algo que está profusamente
atestiguado en la Escritura. Uno de los textos más contundentes en ese sentido
es el conocido pasaje de Mateo 25 donde Jesús, hablando del juicio final,
anuncia la condenación de quienes hayan sido indiferentes ante las necesidades
de los pobres y sufrientes, y promete la felicidad del cielo a los que hayan
tenido compasión. Lo que le da al texto una potencia inusitada es que describe
acciones de misericordia o indiferencia hacia personas concretas (dar de comer
al hambriento, etc.) y afirma apodícticamente: “a mí me lo
hicieron” (Mt 25,40). Jesucristo muestra que hay una identidad vital
entre Él y los pobres y sufrientes.
Cristo se identifica con los pobres
La
identificación entre Cristo y los pobres es un misterio de amor tan grande que
nuestro espíritu apenas puede balbucear aquello que la gracia divina quiera
mostrarle. A contemplar este misterio puede ayudarnos la reflexión del padre
Raniero Cantalamessa en la III predicación de Adviento de 2013. Allí,
comentando la dimensión existencial de la encarnación, afirma que, así como por
el hecho de la encarnación Cristo asumió a todo hombre, por el modo de hacerla
–en pobreza y cruz– asumió de forma particular al pobre, al humilde, al que
sufre, al punto de identificarse con él. Si bien su presencia en el pobre no es
del mismo género que la que hay en la Eucaristía, no deja de ser una
presencia real. Cristo está realmente presente
sacramentalmente bajo las especies de aquellos que sufren: “Él ha
instituido este signo, como ha instituido la Eucaristía. Él, que pronunció
sobre el pan las palabras: ‘Esto es mi cuerpo’, dijo estas mismas palabras
también sobre los pobres. Lo ha dicho cuando, hablando de lo que se ha hecho, o
no se ha hecho, por el hambriento, el sediento, el prisionero, el desnudo y el
exiliado, declaró solemnemente: ‘A mí me lo hicieron’, y ‘no me lo hicieron a
mí’ (Cantalamessa, III predicación Adviento 2013).
También nos
ayuda a pensar el modo de presencia de Cristo en los pobres la pregunta que se
hace el teólogo argentino Rafael Tello sobre si la ayuda al hambriento,
sediento, etc., puede ser considerada como “una acción dirigida a los
hombres necesitados que por su situación representan muy especialmente
a Cristo, o como una acción que tiene por objeto al mismo Cristo”
(Tello, Amor al prójimo, inédito). El interés de la cuestión radica
en que –según afirma Tello– en la vida de la Iglesia pueden verse dos posturas
pastorales que siendo diversas se apoyan en el mismo texto de Mateo. Una
considera que el Señor para motivarnos a ayudar al pobre dice que Él toma esa
acción como hecha a Sí mismo. La otra entiende que la obra de misericordia es
una acción hecha al mismo Cristo. Se trata entonces de si en el ejercicio de la
misericordia con el pobre el término de la acción es el hombre necesitado o el mismo
Cristo.
Dando por
supuesta la validez de ambas posturas, este teólogo busca dilucidarlas a la luz
del tratado sobre las pasiones del alma de Santo Tomás, donde se enseña que el
amor realiza un doble tipo de unión entre el amado y el amante. Por una parte,
implica una unión interna o afectiva, pero también tiende a
una unión real, de presencia del amado en quien ama (cf. STh I-II,
q28, a1). Si se mira predominantemente a la unión afectiva con
el amado, envuelve también a los que son del amado y que él ama y desde este
punto de vista fácilmente se confirma la postura pastoral que mira a los
hombres como término de su acción porque son de Cristo (cf.
1Jn 4, 20). Por otra parte, si se considera que el amor, en este caso el amor a
Cristo, procura la unión real y que no se conforma con la
unión afectiva e intencional, el anhelo de una unión real puede provocar una
postura pastoral distinta.
La unión
real con Cristo sólo será plena en el Cielo. Sin embargo, Tello afirma
que “si el amor es real [esta unión real] no deja de ser querida y
buscada, por lo cual Jesucristo quiso que se realizara realmente y determinó el
modo como podía hacerse en la tierra: Él está realmente –aunque de modo velado
por la fe– en el pobre y necesitado, se identifica realmente –con identidad
velada por la fe– con el pobre y necesitado. El pobre y necesitado no es sino
el mismo Cristo –miembro y Cuerpo suyo–. Así, pues, la acción que alcanza al
pobre presente toca a Cristo presente. Por la fe –que es ‘convicción de lo que
no se ve’ (Hb 11,1)– el objeto de la acción es Cristo realmente presente, pero
presente en un hombre pobre y necesitado” (Tello, Amor al
prójimo,79).
De aquí que
podamos concluir que quien ama deseando la unión real con
Cristo se siente más confortado en una postura pastoral que ve en el pobre,
hambreado, rotoso, al mismo Cristo. De hecho, esta ha sido la actitud que ha
caracterizado a grandes santos, desde Teresa de Calcuta, que afirmaba que la fe
le hacía ver a Cristo en el cuerpo roto y andrajoso del pobre, hasta San Juan
Crisóstomo, quien –ya en el siglo IV– escribía con su prosa incisiva y
apasionada: “¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena de vasos
de oro, si Él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, si sobra,
adornad también su mesa. ¿Haces un vaso de oro y no le das un vaso de agua? Y
¿de qué sirve que cubráis su altar de paños recamados de oro, si a él no le
procuráis ni el abrigo indispensable? Dime: si viendo a un desgraciado falto
del sustento necesario, le dejaras a él consumiéndose de hambre y te dedicaras
a cubrir de oro su mesa, ¿te agradecería el favor o más bien se enfadaría
contigo? Y si, viéndole vestido de harapos y aterido de frío, te entretuvieras
en levantar unas columnas de mármol, diciéndole que eran en honor suyo, ¿no
diría que le estabas tomando el pelo, y lo tendría todo por supremo insulto?
Pues aplica todo eso a Cristo. El anda efectivamente sin techo y
peregrino…” (Homilía 50 sobre san Mateo, 4).
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