Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Lo reconocieron al partir el pan
Miércoles de la Octava de Pascua / Lucas 24, 13‐35
Evangelio: Lucas 24, 13‐35
Aquel mismo día, el primero de la semana, dos de los
discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de
Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que
había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y
se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de
camino?».
Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de
ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
«¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabe
lo que ha pasado allí estos días?». Él les dijo:
«¿Qué?».
Ellos le contestaron:
«Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso
en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los
sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo
crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con
todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que
algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de
mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que
incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que estaba vivo.
Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían
dicho las mujeres; pero a él no lo vieron». Entonces él les dijo:
«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron
los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrará así en
su gloria?» Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó
lo que se refería a él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él hizo
simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de
caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con
ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se
les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se
dijeron el uno al otro:
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el
camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén,
donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido
a Simón».
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino
y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Comentario
A plena luz del día «sus ojos no eran capaces de
reconocerlo». Veían a Jesús y oían su voz, podían conocerle tal y como se presentaba;
pero no eran capaces de reconocerle. Jesús no era en aquellos instantes aquel
que había cautivado sus corazones durante los últimos tres años. Era todavía
sólo alguien que caminaba junto a ellos y les hablaba. Era objetivo que Jesús
estaba allí, pero era irrelevante si su corazón no lo reconocía, si no le
ofrecía el espacio que el amor reserva a aquellos a los que amamos. De nada
servía su resurrección objetiva si ellos no le reconocían con fe. No basta la
luz de la objetividad cuando falta el reconocimiento subjetivo. Las cosas solo
se conocen cuando se reconocen en la intimidad velada del corazón. Sólo el amor
conoce, y en ocasiones la luz fulgurante del sol eclipsa el candor del alma.
Por eso, tantas veces el amor busca el crepúsculo: «Quédate con nosotros,
porque atardece y el día va de caída». En la noche el amor puede iluminar los
gestos del Amado, porque puede brillar con la débil luz del deseo, aunque los
ojos no alcancen ya a ver: «tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se
lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él
desapareció de su vista». Así, «sin otra luz y guía / sino la que en el corazón
ardía», se reconoce al Amado, al que ya se conocía: «¿No ardía nuestro corazón
mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
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