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    miércoles, 3 de abril de 2024

    ¡Qué bien se está aquí!


    Fe y Vida | P. Juan Rodríguez, msc

     


    ¡Qué bien se está aquí!

     

    Queridos hermanos, la paz del Señor esté con ustedes

     

    Después del desierto, en la segunda semana de Cuaresma, la Transfiguración. Cada año, la Liturgia arroja un rayo de luz, antes de pasar por la cruz. En la montaña, en un lugar apartado, donde se manifiesta Dios.

     

    En el caso de las lecturas de este domingo, me parece que nosotros jugamos con ventaja. Sabemos lo que va a pasar, antes de que suceda. El relato de Abrahán da cierta ventaja a los lectores frente al mismo Abrahán, pues desde el primer versículo sabemos que se trata de una prueba: “Dios quiso probar a Abrahán...” A la persona que amamos podemos entregarle lo que más queremos. Abrahán amaba al Señor hasta tal punto que llegó incluso a pensar en ofrecerle su primogénito, el hijo que amaba más que a la misma vida.

     

    Los dioses de la región donde vivía Abrahán exigían sacrificios humanos, especialmente del primogénito. Para Abrahán, siendo un hombre de fe, la petición de Dios no debió resultarle extraña, sino contradictoria, dado que pedía la vida del hijo de la promesa. ¿Qué es lo que realmente quiere Dios? Se trata de una prueba formativa. Dios quiere que Abrahán abandone definitivamente los dioses que exigen la muerte de sus hijos y crea en el Dios que no acepta sacrificios humanos porque es el Dios de la Vida. La fe y la obediencia en este Dios le permiten a Abrahán ganar su vida y la de los demás, una vida bendecida y multiplicada como las estrellas del cielo.

     

    También tenemos ventaja frente a los contemporáneos de Jesús. Sólo unos pocos elegidos pudieron verle en todo el esplendor de su gloria. Y escuchar esas ocho palabras de Dios. Nosotros hemos escuchado también esas palabras. Y son esas ocho palabras («Éste es mi hijo, el amado, mi predilecto») las que nos revelan la verdad de Jesús, la dimensión más profunda de su ser, el sentido de todo lo que hace y dice. Jesús es ese hijo que ejerce como tal, que vive la relación filial colmadamente. Relación filial que significa apertura a esa dimensión teologal de toda vida humana, plena confianza en Dios porque de Él es imposible que nos venga algo malo, abandono en las manos de Dios, actitud de adoración, entrega y disponibilidad absoluta, obediencia a veces muy dura, pero radical, hasta el punto de llevarlo a la aceptación de la muerte que sufrió.

     

    Después de escuchar la voz de Dios, los discípulos miran a su alrededor y ven solo a Jesús, la única luz que permanecerá encendida al bajar del monte y acercarse a la oscuridad de Jerusalén. ¿Cómo sobrevivir a los momentos de oscuridad que tenemos en nuestras familias, cómo salir de la oscuridad de un mundo lleno de injusticia, exclusión y violencia, si no es teniendo a la mano la luz de Cristo, una luz segura y firme para llegar al amanecer de la Pascua? El silencio que ordena Jesús a los tres discípulos es una manera de decirles que todos los acontecimientos terrenos que viven ahora sólo serán perfectamente comprensibles después de la resurrección. Sólo después contarán todo lo que han visto y oído. Una Buena Noticia que seguimos anunciando con fe y con alegría, con nuestras palabras y sobre todo con nuestras vidas.

     

    "¡No contéis a nadie la visión!" He aquí un secreto sorprendente que tiene una fecha de caducidad más sorprendente aún: ¡hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos! Los tres apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, son agraciados con la revelación más insospechada: Jesús les manifiesta su interioridad, su misterio. ¡Es el Hijo amado, único, del Padre Dios! El Padre dice que escuchen sus palabras, que contemplen su belleza, que profundicen en su misterio. Jesús estaba transfigurado, al revelar toda la Luz que lo habitaba. Los tres amigos recibieron la gracia de la mirada y vieron aquello ante lo que habían sido ciegos. Más aún: descubrieron que Moisés y Elías -los grandes padres del Pueblo- eran amigos íntimos de Jesús. Quedaron sorprendidísimos. Pedro estaba fuera de sí: ¡Qué bien se está aquí! Quiso establecerse en esa felicidad. ¡Hagamos tres tiendas! En el fondo quería hacer un límite para solo privilegiados. Poner cerco a la felicidad para disfrutarla ellos solos.

     

    Pero Jesús endereza las cosas. Les dice que tienen vocación de aventureros. Que es necesario descender. Seguir el camino sin pararse hasta llegar a la montaña de la muerte y de la Resurrección. Les anuncia que habrá resurrección de entre los muertos y que la vida tiene un segundo tiempo decisivo. Esa es nuestra vocación, seguir a la escucha de lo que Dios quiere de nosotros.

     

    Así pues, en esta Palabra de hoy, recibimos tres invitaciones. Si las secundamos, nos harán más sabios, más libres, más luminosos.

     

    La primera invitación va dirigida a Pedro, Santiago y Juan, y viene dirigida a todos los que con ellos somos discípulos de Jesús: es una invitación a escuchar a Jesús. Porque él sabe muy bien lo que se dice, sabe muy bien lo que nos dice. Tiene palabras de vida que nos harán más sabios, nos darán más luz, nos sensibilizarán más a los verdaderos valores.

     

    La segunda invitación tiene por destinatario a Abraham, y en él a nosotros, los hijos de Abraham. Se nos estimula a obedecer a Dios. ¿Estamos seguros de que no convendría que nos desengancháramos de algo? Ciertos apegos y querencias que generan en nosotros «dependencias negativas»; tierras de ídolos; demonios familiares. Acaso abrirnos a lo nuevo. Quizá sea el momento de emprender una nueva etapa en nuestro camino humano y creyente. Si esta es la ocasión, no la dejemos pasar.

     

    La tercera invitación, “tomar parte en los trabajos del evangelio”. Irradiar nuestra fe, con sencillez, con buen ánimo. Si hemos experimentado la gracia, el amor de Dios que se nos ha hecho presente y comunicado en Jesús, dejemos que esta gracia se manifieste al exterior. Seamos signos, seamos luz.

     

    Decía al principio que llevamos ventaja frente a Abrahán, y frente a los que vivieron con Jesús. Sabemos el final de ambas historias. Y en lo alto de la montaña se estaba bien, con Jesús, Moisés y Elías. Pero que muy bien. Pero no es nuestro destino final. Hay más estaciones en el camino. Hay que seguir la marcha. Hemos recibido una vocación. Reconocer la vocación propia puede llevar al temor. Uno siempre se siente indigno, impreparado, incapaz. Pero Dios, lo que quiere, lo hace. Nadie es llamado para disfrutar sólo de Dios. Somos llamados para contar la Visión, pero el día prefijado por Aquél que nos envía. Antes de la cruz, unos pocos vieron la gloria de Dios. A nosotros, la muerte y resurrección de Cristo nos ha dado una “visión superior” del mundo y de la historia. La Luz que nos habita irá poco a poco iluminando el mundo y llenándolo de vida. Sigamos con los ojos abiertos, para no perderla. 





     


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