Para Vivir Mejor | Miguelina Justo
Valorar la vida, justipreciar los sueños
“¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” Mt 16, 23
En el 2011, tres jóvenes dominicanos se embarcaron en la tarea de escalar el monte Everest, el más alto del planeta, con una altura de 8,848 metros por sobre el nivel del mar. Alcanzar la cima es un desafío extraordinario. Las condiciones de este lugar son extremas. Las temperaturas son bajas, el oxígeno disminuye mientras se alcanza mayor altitud, el viento puede soplar y devorar todo a su paso, en aluvión de nieve y muerte. Sí, porque la montaña es un cementerio. Se estima que alrededor de 200 cuerpos reposan en su falda. Por eso supe que se escribía una página gloriosa en la historia del país, cuando leí en un periódico local que el 20 de mayo de ese año la bandera dominicana ondeaba por primera vez en la cumbre del seductor monstruo blanco. Una mezcla de orgullo y admiración me hacía leer con avidez los detalles de la hazaña. Un detalle me impresionó. Necesité un momento para procesarlo. Solo dos de los expedicionarios habían llegado a la cima, Iván Gómez y Karim Mella, el tercero, Federico Jovine, se había quedado a unos escasos, pero entonces inalcanzables 400 metros.
Su máscara de oxígeno dejó de funcionar adecuadamente. Luego de superar la tristeza que en principio experimenté, entendí que quienes habían llevado el pabellón tricolor a lo más alto de la Tierra nos habían dado una lección sobre la importancia de la perseverancia, del esfuerzo, del trabajo en equipo. Sin embargo, también comprendí que aquel que no pudo subir, nos había enseñado algo más, el valor de la vida y la importancia de justipreciar los sueños.
El abogado y escritor dominicano Federico Jovine había escalado ya docenas de veces nuestro Pico Duarte, había alcanzado la cima de las más altas montañas del mundo, como el Kilimanjaro y Aconcagua. Montañista experimentado, había superado exitosamente un sinnúmero de dificultades a lo largo de los años, por eso estaba ahí, en el Everest, con el corazón y el cuerpo dispuestos para llegar a la cumbre. No obstante, cuando una de las válvulas de la máscara de oxígeno se congeló tendría que enfrentarse a sí mismo. En una entrevista que le concediera a la periodista Yaniris López dos años después de la expedición, Jovine afirma:
“Frente a mí estaba el camino que me conducía a la cima, pero también a lo incierto. A mis espaldas estaba toda mi vida. No lo dudé ni un segundo. La bandera iba segura hacia la cima en manos de Karim Mella e Iván Gómez. El éxito de la expedición estaba garantizado. Yo podía girar sobre mis pasos y seguir hacia adelante. Muchos excelentes montañistas han quedado en ese lugar para siempre. El ego es el enemigo mortal de los montañistas. Es bueno no ponerse límites en la vida, pero no tanto como para llevar la vida al límite.”
Me permito saborear estas sabias palabras. Jovine tenía una meta, alcanzar la cima de la montaña, mas, su compromiso con la vida fue mayor que el deseo de llegar, y por eso, hoy respira entre nosotros. Tuvo que desandar el camino. Volver al inicio.
La imagen del monte Everest ha sido utilizada para animar a muchos a perseguir sus sueños, a luchar por aquello que desean alcanzar, por muy difícil que sea el camino. La majestuosa montaña representa la meta, sin embargo, la reflexión de Jovine nos permite examinar otro aspecto de este rico símbolo.
Es importante trazarse objetivos, estos nos hacen caminar, avanzar, movernos. Sin embargo, es aún más importante el examinar aquello que nos impulsa, discernirlo. ¡Cuántos pierdan la vida detrás de un sueño! ¿Es el sueño la meta o es acaso la vida? ¿Quiere decir esto que no vale la pena luchar, que el esfuerzo es frivolidad? No, pero el trabajo duro solo cobra sentido frente a la nobleza de lo que se persigue. ¿Qué sentido tiene el trabajo cuando nos aleja de quienes más queremos, por ejemplo? Este es sin duda es uno de los retos de nuestros días. Ya lo plantea con mucha claridad González Buelta (2018), cuando dice que no somos capaces de percibir este afán de rendimiento y consumo como alto negativo, al contrario, marchamos a su ritmo, sin cuestionar lo evidente, que este esfuerzo desenfrenado nos lleva muy lejos de nosotros mismos.
La meta debe darnos vida, debe llevarnos a ella. Aquella que ensombrezca nuestra existencia, la engulla y aniquile, es un espejismo hecho de ansias y deseos que anidan miedo y muerte. Busquemos, pues, aquello que nos recuerde por qué debemos seguimos respirando en el agreste monte aunque esto supongo desandar el camino. Quizás podamos reconocer, entonces, que nuestro destino no es la cumbre, sino la sima, es decir, la profundidad de nuestro ser y de nuestra existencia. El monte Everest no se alzará esplendoroso, lo descubriremos humilde en los grandes y pequeños momentos en los que somos nosotros mismos. ADH 826
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