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    martes, 11 de junio de 2019

    “Tu pueblo será mi pueblo…”

    Apuntes Misioneros | Pedro Ruquoy, cicm


    “Tu pueblo será mi pueblo…” (Libro de Ruth 1,16)
    Desde hace más o menos un mes y medio, estoy de nuevo en Bélgica. Algunas personas piensan y dicen que soy un “un turista misionero” puesto que después de seis meses en Zambia, tuve que viajar de nuevo hacia Bélgica para tratar de mejorar mi situación de salud especialmente en relación con la enfermedad de Parkinson que me limita cada día más. En realidad, el hotel donde resido como “turista” es un hospital especializado en enfermedades neurológicas, llamado “Centro Hospitalario William Lennox”, en honor a un médico norteamericano quien fue misionero en China y estudió de manera especial la epilepsia y otras enfermedades neurológicas.
    En la habitación que me fue asignada, otro enfermo está hospitalizado y comparte conmigo los mismos sufrimientos y la misma esperanza de una mejoría del estado de salud. En este centro de salud, descubrí que una de las causas principales de la enfermedad de Parkinson es la inhalación de productos químicos como los abonos y los pesticidas. Pensé en los cañaverales del Ingenio Barahona donde los productos químicos son regados por medio de una avioneta. Y en mi mente, yo vi desfilar a los picadores de caña y a los demás habitantes de los bateyes que día tras día respiran veneno. Valdría la pena realizar una investigación seria sobre los efectos de esos productos químicos sobre el cuerpo humano…
    Entonces, en el hospital William Lennox, pasé la semana santa: el viernes santo fue muy especial; una comunidad de monjes benedictinos cuyo convento se encuentra cerca del hospital se desplazó para vivir la celebración de la muerte de Jesús con los enfermos. Alrededor de la cruz, monjes y enfermos estaban íntimamente unidos por un hilo invisible: la comunión con la cruz de Jesús. Esta cruz brillaba con toda su fuerza en todas esas personas instaladas en sillas de ruedas. La pasión del Señor se vivía plenamente en los sufrimientos de esos enfermos paralizados o atormentados por problemas cerebrales. Más que nunca, sentí la actualidad de la Cruz. El Crucificado acompaña a los hombres y mujeres que sufren y la Cruz está plantada en su corazón como un árbol de esperanza y de vida. El domingo de Pascua, nos encontramos de nuevo en la pequeña capilla del hospital, convencidos de que, gracias a la resurrección de Cristo, la enfermedad y la muerte no tendrán la última palabra. La Luz logrará vencer la noche de los sufrimientos.
    En el hospital, a veces el tiempo pasa muy al paso: los minutos parecen ser horas y una hora parece ser un día.  Hay mucho tiempo para pensar, meditar y orar. Sin duda, en este lugar de sufrimiento, la oración es muy profunda, como un pozo de agua en medio del desierto. En esa oración, los pueblos dominicano, haitiano y zambiano están muy presentes. A veces la desesperación me agarra; entonces, por medio de un programa de comunicación (por internet), logro encontrarme en la sabana de Zambia y puedo conversar con Kasonde, el primer huérfano que acogí en el centro de las “Flores de Sol” y que, ahora, trabaja como educador en el mismo orfanato. Un día, le dije: “el problema es que siento en cada momento que ya no tengo casa en Bélgica; con la muerte de mi madre, ya me encuentro como un extranjero en mi tierra natal”. Sin vacilar, Kasonde me respondió: “Mi casa es tu casa. Vamos a cuidarte aquí en Zambia...”.
    Esas palabras espontáneas me hicieron pensar en las palabras de Ruth a Noemí, la madre de su marido difunto. Según el libro bíblico de Ruth, Noemí era una mujer judía casada con un judío. En busca de una mejor vida, la pareja y sus dos hijos se mudaron y se instalaron en la tierra de Moab. El marido de Ruth falleció y también sus dos hijos. En esa situación crítica, Noemí decidió regresar a su tierra y propuso a sus dos nueras moabitas de quedarse en Moab para empezar una nueva vida. Pero Ruth le respondió: “No insistas en que te deje o que deje de seguirte, porque adonde tú vayas, yo iré, y donde tú mores, moraré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios” (Ruth 1, 16).
    El libro de Ruth es uno de los libros más pequeños de la Biblia. Cuenta la aventura de dos mujeres, Noemí y su nuera Ruth, ambas viudas. Ellas unen sus desgracias y sus sufrimientos para hacer brotar la felicidad y la vida. En el hospital más de 300 personas comparten la misma vida: esas personas vienen de diferentes lugares del mundo, tienen diferentes culturas y religiones, pero al abrir los ojos del corazón, se puede ver al mismo Dios quien, discretamente, une a todos esos enfermos y les lleva tiernamente bajo sus alas. ADH 835

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