Miradas cristianas | José Ignacio González Faus
"La gran mayoría de los que blasfeman no creen
en Dios, no pretenden ofenderle"
Por supuesto que existe un derecho a blasfemar. Con la única condición
de asumir todas sus implicaciones. Veámoslas por pasos.
1.- De ayer… La
blasfemia ha cambiado de significado desde mi niñez. Antes era un arrebato de
ira, rabia o desesperación que buscaba un desahogo. Una vez, a mis 14 años,
cuando jugábamos a policías y ladrones en los Viveros de Valencia, detrás del
escenario donde iba a esconderme, vi un letrero que decía: “la blasfemia se
castiga con el despido”. Recuerdo que algo en mí se molestó: como si
pensara que ya bastaba con que el blasfemo se fuese a confesar y le impusieran
una penitencia. Pero en seguida reaccionó mi educación de entonces que me decía
más o menos que aquello estaba muy bien porque había que defender el
catolicismo. Todo pasó rápido porque había que buscar un buen escondite: pues
la regla del juego era que después de contar hasta 50 los “polis” venían
corriendo a buscarnos.
2.- A hoy: Hoy
la blasfemia tiene otro sentido: la gran mayoría de quienes la
profieren no creen en Dios y, por tanto, no pretenden ofenderle. Buscan más
bien herir los sentimientos más íntimos de aquellos para quienes Dios es lo más
sagrado de sus vidas.
Y además, si alguien pretende ofender a
Dios blasfemando ignora que eso en el más allá que llamamos cielo solo provoca
una sonora carcajada por esa pretensión, ridícula y chulesca, de llegar hasta
el más allá con una pobre palabra nuestra: ya he dicho otras veces que quien tira una piedra al cielo debería
saber que la piedra no llegará hasta allí (y a lo mejor le
cae a él en la cabeza). He ahí la razón de esa sonora carcajada celestial.
Aunque, de todos modos, esa carcajada va acompañada por un rictus de pena:
porque el que llamamos Padre nuestro piensa: ¡qué desfigurado está este pobre
hijo mío!
En cualquier caso lo decisivo es que, el que blasfema
hoy, no pretende ofender a Dios sino herir los sentimientos más profundos de
algunas gentes y “que se aguanten porque él tiene derecho a eso”.
3.-Y a mañana. Pero claro, los derechos o son universales o no son derechos. Y eso
significa que el otro tiene derecho también a herir tus sentimientos más
grandes y mejores. Tiene, por tanto, derecho a decirte que tú eres un hijo de
la gran puta y él se caga en tu puta madre, aunque seas el mismísimo sr.
Macron. O si, por ejemplo, tu patria es para ti algo tan sagrado como puede ser
Catalunya para los independentistas o España para los de Vox, él tiene pleno derecho a ensuciarte verbalmente
esa patria. Y si tus mejores y más hondos sentimientos se
dirigen a tu pareja, él tiene derecho a decirte que tu amor y tus hijas, si las
tienes, son “izas, rabizas y colipoterras” (Cela dixit).
No quiere esto decir que todos vayan a ejercitar ese
derecho sino que tú has de saber que lo tienen, y que ahí está precisamente la
gracia de los derechos humanos.
En conclusión: el derecho a blasfemar vale tanto de
la blasfemia religiosa como de la blasfemia laica. Más simple no puede ser…
4.- Postdata inesperada. Por si fuera poco, en los días en que redacto estas líneas me
encuentro con esta sentencia de Manuel Valls (el antiguo primer ministro
francés), en una entrevista en Onda Cero: “El derecho a ofender es un derecho en nuestras sociedades
democráticas”. Más claro agua: lo de la blasfemia es un derecho
a ofender. No a ofender al cielo (que ya vimos que eso es imposible) sino a
ofender en la tierra. Y está claro que lo verdaderamente ofensivo no es una
crítica veraz sino un insulto como el de los ejemplos que antes he puesto.
Pero aquí se complican las cosas: porque,
al menos para un cristiano, el mandamiento decisivo es el de amar a todos los
hombres. Parece pues que, para el señor Valls, un cristiano no puede ser demócrata, al
menos con esta democracia nuestra. Quizá por eso nunca hubo en
Francia partidos de democracia cristiana, como en Alemania y en Italia. Y
mirando a España, lo que me sorprende más es que exista ese derecho a insultar
en un país donde nuestros políticos tienen el derecho (¿?) a ser tratados de
“su señoría”. Le preguntaría al señor Valls si ese otro derecho tan extraño no podría
ser sustituido a veces por el de ser tratados de “su felonía”…
Ante estas complicaciones, y sin ánimo de ofender, me
temo monsieur Valls, que aquello lo dijo Usted en defensa de las famosas
caricaturas de Mahoma publicadas por la revista Charlie Hebdo. Y
si es así, tenemos ahí otra prueba de hasta qué punto nos vuelven ciegos los
chovinismos: porque aquellas caricaturas fueron una bajeza moral indigna de un
país que se considera civilizado. Aunque por supuesto, fuera mucho peor la
brutal y bárbara respuesta terrorista, que vino a confirmar lo que otra vez
llamé “la sinrazón de la razón”: demasiadas veces los humanos, cuando tenemos
razón, la perdemos por el modo como usamos esa razón.
Y si somos tan poco racionales ¿quién podrá aclarar
razonablemente este derecho?...
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