Espiritualidad Litúrgica | Roberto Núñez, msc
Oblación (F)
«…
La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la víctima inmaculada, sino
que aprendan a ofrecerse a sí mismos…» (OGMR 79).
Llegamos al final de este 2020, con lo que
ha significado en todos los niveles. A la vez, iniciamos el Adviento y con él
un nuevo Año Litúrgico, el Ciclo B. Seguimos nuestro recorrido por la Plegaria
eucarística y su siguiente elemento que es la Oblación.
El término “oblación”, “oblata” viene del
latín “offerre”, de “ob-ferre” y significa llevar, presentar, donar, y
“oblatus”, ofrecido. La oblación es el acto de ofrecer, y “oblata” u “oblatas”,
los dones que se ofrecen en la Eucaristía.
El Misal, siguiendo al Concilio, presenta
la oblación en estos términos: «La Iglesia, especialmente la reunida aquí y
ahora, ofrece en este memorial al Padre en el Espíritu Santo la víctima
inmaculada. La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la víctima
inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos, y que de día en día
perfeccionen, con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para
que, finalmente, Dios lo sea todo en todos».[1]
Nos invita a ver la oblación que Cristo
hizo de su vida en la cruz, sobre la cual la comunidad eclesial hace su
oblación memorial, de manera especial en la Plegaria eucarística, en cada
Eucaristía del mismo sacrificio de Cristo y también de la oblación que somos
invitados a hacer de nuestras vidas, quienes tomamos parte de la Eucaristía.
En varias de las Plegarias eucarísticas
podemos ver, con gran claridad, cómo la comunidad está llamada a hacer su
propio ofrecimiento, no sólo del sacrificio de Cristo. La comunidad se
solidariza y se hace contemporánea del sacrificio pascual de Cristo,
auto-ofreciéndose por él y con él. Un claro ejemplo nos lo ofrecen las
siguientes:
-“que él (el Espíritu) nos transforme en
ofrenda permanente” (III); - “seamos víctima viva para tu alabanza” (IV); -
“acéptanos también a nosotros, Padre Santo, juntamente con la ofrenda de tu
Hijo” (II de la Reconciliación); - “acéptanos a nosotros juntamente con él” (I
de niños); - “él se ha puesto en nuestras manos para que te lo ofrezcamos como
sacrificio nuestro y junto con él nos ofrezcamos a ti” (II de niños); - “te
pedimos que nos recibas a nosotros con tu Hijo querido” (III de niños).
Reflexionando estos elementos de esas
plegarias, el P. Aldazábal considera: «Esta autoofrenda se enlaza con la
invocación que se hará al Espíritu sobre la comunidad celebrante. La finalidad
de la eucaristía va a ser precisamente ésta: que no sólo se transformen el pan
y el vino en la realidad de Cristo, sino que toda la comunidad se transforme en
su cuerpo, que vaya siendo su cuerpo único y lleno de vida y, por tanto,
también ofrecido al Padre en continuada ofrenda “viva” y “permanente”. Y, por
eso pedimos –sobre todo en el contexto del canon romano– a Dios que se digne
aceptar esta ofrenda, de Cristo y nuestra».[2]
Aquí radica una de las dimensiones más
profundas de la Eucaristía, que Cristo, siendo el Oferente supremo, nos invita
a unirnos a su Ofrenda. Y nosotros acogemos su invitación, ofreciéndole a él y
ofreciéndonos nosotros mismos en él y con él. Este sacrificio de Cristo atrae a
la Iglesia, que se ofrece y es ofrecida por Cristo al Padre.
San Agustín nos ayuda a profundizar esta
realidad, ya que él la entendió muy claramente: «Cristo se entregó una vez para
que nosotros nos convirtiéramos en su cuerpo. Pero de esta entrega suya quiso
que hiciéramos un sacramento cotidiano en el sacrificio de la Iglesia, que así
por el hecho de ser cuerpo de Cristo cabeza, aprende a ofrecerse a sí misma en
él, y así se realiza cada vez el mejor sacrificio, o sea, nosotros mismos,
ciudad de Dios, cuando en nuestra oblación celebramos el sacramento del sacrificio».[3] ADH 851.
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