Espiritualidad | Jesús Martínez Gordo/Atrio
Por qué me importa si Dios existe, 1
VIDA NUEVA publicó en junio pasado uno de sus
siempre interesantes PLIEGOS a si la existencia de Dios es algo que interesa en
el siglo XXI o es una cuestión que ya deja irremediablemente indiferentes a las
nuevas generaciones. Su autor, Jesús Martínez Gordo, nos ha ofrecido el texto
del pliego, dividido en tres artículos y acomodado a nuestro debate abierto
sobre fe y no-teísmo. Vamos a publicar los tres, en días alternos, a lo largo
de la semana. Y confiamos que siga enriqueciendo un debate que, tras la publicación
de un importante libro, ha pasado de ATRIO a ADISTA de Roma y sobre el que en
otoño habrá que sacar conclusiones, tal vez organizando alguna mesa redonda, de
diálogo más que de polémica. AD.
Es una pregunta que, formulada en abstracto, solo
puedo responder de manera personal. Yo no soy sociólogo. Y, por ello, no puedo
ofrecer una respuesta debidamente contrastada con los datos recogidos mediante
encuestas o entrevistas. Por eso, solo me queda exponer lo que pienso al
respecto en la esperanza de hacerlo, por lo menos, de manera razonada, y
siempre en diálogo –empático y crítico– con otros pareceres.
“Dios”, no la Iglesia
Según los sondeos, una buena parte de la gente ya
no se sitúa en posiciones teístas, pero tampoco ateístas o agnósticas, sino en
la indiferencia.
Así parece ser, al menos, en una buena parte de la
Europa occidental; pero no, en la oriental ni en el resto del mundo. Ahora
bien, que se constate, entre nosotros, ese caminar hacia la indiferencia –religiosa
y también atea– pero, a la vez, con búsquedas de espiritualidades y la
aparición de nuevos movimientos creyentes alternativos, no merma, para nada, la
importancia ni la necesidad de precisar lo que decimos cuando decimos “Dios
existe” y si interesa dicha existencia.
En primer lugar, para los ciudadanos de la Europa
occidental, todavía, en su gran mayoría, creyentes, aunque muchos de ellos lo
pudieran ser solo por tradición cultural. Y, en segundo lugar, para quienes nos
sucedan y continúen por la senda que hemos transitado nosotros. Es importante
emitir el mensaje (alto y claro), a propios y extraños, de qué es lo que
decimos cuando decimos “Dios existe” y por qué nos importa o, cuando menos, por
qué me importa su existencia.
Somos muchos los creyentes que, comprometidos en
la construcción de un mundo más justo y fraterno, agradecemos que se nos
reconozca –como lo hizo el ateo Paolo Flores d’Arcais el año 2008, en su debate
con el entonces cardenal J. Ratzinger– que, comparativamente con ellos,
fuéramos “muy buena gente”, sobre todo, en la tarea, discreta y constante, de
echar una mano a los más necesitados, pero que nuestras convicciones se
caracterizaban por estar ayunas de consistencia racional. Entiendo, a
diferencia del filósofo italiano, que también tenemos excelentes razones en las
que se funda la importancia que nos merece lo que decimos cuando decimos “Dios
existe”: nuestro mundo está lleno de huellas, transparencias, anticipaciones o
“murmullos” (E. Hillesum) de la Vida definitiva de la que todo procede y de la
Plenitud hacia la que estamos encaminados.
Pero, por si eso no fuera suficiente, hay quien
recuerda que la pérdida de credibilidad social de la Iglesia católica hace
mucho más difícil creer en la existencia del Dios cristiano.
Es evidente que sí. Sin embargo, entiendo que no
es el objetivo de este encuentro, aunque dicha pérdida de credibilidad resulte,
en muchos casos, un factor importante para no continuar como cristiano o para
adentrarse en la increencia o en la indiferencia. Su peso es, por otro lado,
incontestable en los llamados “nuevos ateos”. Muchos de ellos lo son por este
tipo de argumentos, aunque no solo. Pero el objetivo es hablar de la
importancia de lo que decimos cuando decimos “Dios existe”, no, de la Iglesia,
sin, por ello, obviar las críticas (frecuentemente, saludables) que se escuchan
de parte de los ateos; y también, de muchos cristianos y católicos. Y tampoco
sin descuidar las muchas razones por las que los creyentes (y, concretamente
los cristianos y católicos) lo somos en “ecclesía”, es decir, en iglesia o
comunidad. Y queremos seguir siéndolo.
Ya sé que no suele ser fácil separar la
credibilidad de la Iglesia y de los cristianos de la existencia en lo que
decimos cuando decimos “Dios” y de su importancia o irrelevancia; algo que no
es fácil cuando la conversación se calienta. Tenemos experiencia de muchos
debates en los que se deriva a lo que no correspondía. Y, casi siempre, suele
ser el lado oscuro de la Iglesia, al que no siempre se contrapone el lado
amable y seductor; que también lo tiene.
Añado a estas dos primeras indicaciones
introductorias una tercera: voy a abordar la cuestión de qué es lo que digo
cuando digo “Dios” y de por qué me importa su existencia, comparando su
contenido con los de las explicaciones alternativas más comunes que se vienen
facilitando, desde hace un tiempo, por una buena parte de los ateos, agnósticos
y antiteístas. Y siendo consciente de que como, también sucede en el mundo de
la creencia, los matices son infinitos y cada persona tiene su propia
explicación sobre el “principio y fundamento” (en este caso, en minúsculas) del
mundo, de la vida y de la historia.
Sabiendo que generalizo, tengo presentes, en
concreto, dos de las cosmovisiones o explicaciones que más acogida tienen
porque son muchos los ateos, agnósticos y antiteístas que se sienten, de una u
otra manera, reflejados en ellas.
En primer lugar, las materialistas (que algunos
denominan determinismo físico necesitante o materialismo bruto): el mundo, la
vida y las personas son lo que se explicita en las pruebas
científico-empíricas, sin más consideraciones; probablemente porque muchos de
ellos entienden o creen que la materia –como la finitud– es aproblemática,
absoluta y satisfecha. Y, en segundo lugar, las de quienes proponen la
aleatoriedad como la explicación más consistente, es decir, el mundo y la vida
son el resultado sorprendente del azar y de la casualidad. Y nada más.
Pero, como he dicho, no soy sociólogo. Por eso,
insisto en que mis opiniones tienen la misma “autoridad” que la de cualquier
ciudadano atento a estos asuntos: la que da la fuerza de la argumentación que,
en este caso, se aporta. No más. Quedaría la del testimonio existencial, pero
creo que no es esa la razón de ser de este encuentro. Por eso, continúo con la
perspectiva indicada, recordando que, en esto, como en tantas otras cuestiones,
he tratado de seguir a Platón cuando invita a ir a allí donde me lleve la razón
en libertad.
Y, sin más consideraciones, me adentro en el tema,
reformulado en estos términos: por qué me importa la existencia de lo que digo
cuando digo “Dios”. Lo abordo en tres momentos: el primero, dedicado a exponer
el peso de haber nacido en una cultura católica y de su alcance en la
existencia de Dios; el segundo, centrado en presentar las razones por las que
soy deísta y por las que me importa serlo; el tercero, ocupado en mostrar los
argumentos y motivos “incomparables” en los que descansa mi teísmo
“jesu–cristiano”.
La importancia de la herencia creyente
Lo primero que he hecho ha sido irme al
diccionario de la RAE para saber qué se entiende allí por “importar”. Y me he
encontrado con que significa “tener importancia, valor o interés para alguien”
una persona, una cosa o, en mi caso, una existencia y una explicación,
racionalmente consistente. Así entendida, mi respuesta es que sí, que me
“importa la existencia de Dios”, que lo que digo cuando digo “Dios” tiene valor
y me interesa. Pero, a la vez, soy consciente de que tengo que acompañar dicho interés
con una explicación –de nuevo, personal y argumentada– sobre lo que entiendo
por “existencia de Dios” o, si se prefiere, por “Dios” y su “existencia”.
Adentrándome en el objetivo asignado, adelanto,
recreando lo dicho por Paul Ricoeur, que me interesa porque soy un creyente
católico, transformado en un “deísta”, racionalmente consistente, y, a la vez,
en un “teísta jesu-cristiano”. Y soy esto último gracias a “una elección
continuada” que percibo como relativa en el diálogo con otras religiones y
creencias o increencias, pero que vivo como incomparable y, en este sentido, absoluta
[1].
Varios años después del fallecimiento de P.
Ricoeur, encontraron entre los papeles de este pensador francés unas hojas
manuscritas en las que daba razón de la importancia que tenía para él la
existencia de Dios. Recreo su testimonio, apoyado en la traducción hecha por
Javier Elzo, el sociólogo donostiarra.
A la luz de
esas hojas manuscritas, me auto-comprendo como “creyente católico” por razón de
mi nacimiento y, más ampliamente, por la herencia cultural en la que me han
educado. Arranco de este dato teniendo delante a quienes me puedan objetar que,
si hubiera nacido en China, habría habido muy pocas probabilidades de que
hubiera sido cristiano católico. La verdad es que siempre que se me ha objetado
esto, vendría a indicar el reformador P. Ricoeur, he solido responder que, por
supuesto; pero que cuando se argumenta de esa manera, quien formula la objeción
ha de saber que ya no está hablando de mí, sino de otra persona: sencillamente,
porque “yo no puedo escoger, ni mis antepasados, ni mis contemporáneos”; ni
tampoco la cultura o la religión, en este caso, católica. Está fuera de toda
duda que en mis orígenes creyentes hay –si miro la situación desde el exterior–
esta incontestable constatación: “yo soy así, por nacimiento y por herencia”.
He nacido y he crecido en la fe cristiana de tradición católica.
Pero también tengo que decir que he asumido esta
herencia, por cierto, permanentemente confrontada, en el plano del estudio, a
todas las tradiciones adversas o compatibles. Y que la he asumido
convirtiéndola “en destino por una elección continuada”, que entiendo razonada
y argumentada. Es de esta “elección continuada” de la que “estoy obligado a
rendir cuentas (…) por argumentos plausibles, esto es, dignos de ser argüidos
en una discusión con protagonistas de buena fe, que están en la misma situación
que yo”, en la medida en que se saben igualmente “incapaces de formular
razonablemente las raíces de sus convicciones”, sean del tipo que sean.
Por ejemplo, ¿cuántos de los muchos –y
apasionados– hinchas con los que cuenta el Athletic de Bilbao, lo serían si
hubieran nacido en Barcelona, en Madrid, en Múnich o en Buenos Aires? La suya
es una elección que, fruto de haber nacido donde se ha nacido (normalmente, en
Bizkaia o, incluso, en el País Vasco y hasta fuera), se ha ido convirtiendo en
un destino gracias a una elección continuada. Y lo que digo de los hinchas del
Athletic de Bilbao vale para la inmensa mayoría de los seguidores de casi todos
los clubs del mundo.
Pero, prosigue P. Ricoeur, ¿qué quiero decir
cuando sostengo que es un hecho convertido en un “destino por una elección
continuada”? Pues, en primer lugar, que no tiene nada que ver con “una
coacción, una carga insoportable o una desgracia”, sino con la situación que
presenta una convicción a la que me adhiero y en la que me mantengo: en el
cristianismo percibo y experimento la relación con una “incomparable” persona
(Jesús de Nazareth) en la que el Infinito, el Altísimo se transparenta y se
entrega como amor. No tengo ningún problema en que se catalogue tal relación, a
la vez, como relativa y absoluta.
“Relativa” desde el punto de vista de la sociología
de las religiones. “La modalidad del cristianismo a la que yo me adhiero se
distingue como una religión entre otras dentro (…) de la pluralidad
característica de todos los fenómenos humanos”, en este caso, religiosos. Pero
también relativo desde el punto de vista del diálogo con la increencia en sus
diferentes modalidades ya que lo que digo cuando digo Dios es propuesto de
manera argumentada y, por ello, consistente; nunca se impone. Como tampoco la
increyente.
Quien las escucha, queda invitado a evaluar dicha
consistencia, pudiendo decidir aceptarla o rechazarla por las razones y motivos
que estime más oportunos y convincentes. Por ejemplo, yo puedo exponer
argumentadamente las bondades del yogur griego o del vino de la rioja alavesa,
pero sé que mi convicción, por muy fundada que esté, no es ni la primera ni la
definitiva palabra. Ésta la tiene mi interlocutor libremente y, si le parece,
sopesando las razones que aporto u otras: puede suceder que mis argumentos sean
muy sólidos, pero mucho más definitiva es su alergia a la leche o su rechazo
del tanino o, simplemente, que le guste otra clase de yogur o el vino de la
ribera del Arlanza… Pero no, por eso, dejará de ser “razonable” o carecerá de
consistencia argumentativa la bondad del yogur griego o la excelencia del vino
de la rioja alavesa. Éste es el sentido de la relatividad en el diálogo
interconviccional entre creyentes e increyentes.
Y, cerrando mi recreación de lo aportado por P.
Ricoeur, vivo la existencia de este destino creyente como “absoluto”, es decir,
como “incomparable”, sin dejar de estar marcado, a la vez, por su origen
cultural, pero también por la percepción de sus transparencias en el cosmos, en
la vida y en la historia y, por supuesto, en Jesús de Nazaret.
Publicada por Atrio
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