Espiritualidad | Jesús Martínez Gordo
¿Por qué, además de ‘jesu-cristiano’, soy
‘uni-trinitario’?
Visto el
debate en el que algunos estamos inmersos estos últimos tiempos, quizá el
título de estas líneas tendría que haber sido “por qué no soy ‘no-dualista’”,
pero, puesto que se trata de aportar los argumentos que se estiman más
consistentes sobre la explicación que uno adopta, me he decantado por
titularlas de manera más propositiva. Entiendo que es lo más procedente. Y lo
hago dando a conocer lo que al respecto sostengo en Entre el Tabor y
el Calvario. Una espiritualidad ‘con carne’, Ed. HOAC, Madrid, 2021,
pp. 50-53, con tres pequeñas correcciones que permiten reconocer a los autores
de algunas de las expresiones que recojo en dicho libro.
En tales
párrafos, que ahora transcribo, constato que en las nuevas espiritualidades se
da un admirable interés por la unidad con lo que en la tradición hindú se
denomina la “Realidad no-dual” (advaita) cuando reivindican, desmarcándose de
cualquier atisbo de disociación, que el “atman” (alma) y el “Brahman” (la
Divinidad) son uno. Existe una unidad entre la Divinidad y el ser humano que
sintoniza con el anuncio de Pablo en el Areópago ateniense cuando, buscando un
punto de contacto con la religión y la civilización griega, recuerda que está
anunciando al “Dios en el que nos movemos, vivimos y existimos” todos, no solo
los griegos, sino también los judíos, los romanos y hasta los mismos paganos
(Cf. Hechos 17, 28). La sintonía entre el cristianismo y las nuevas
espiritualidades es incuestionable en lo referente a este primer punto.
Sucede,
sostienen sus promotores, en sintonía con dicho hinduismo advaita, que la razón
se relaciona con la unidad fijando y poniendo en juego una idea de lo que es
ella misma y de lo que ha de ser o es la Divinidad. Procediendo de esta manera,
abre las puertas a la disociación o dualidad y muestra su rostro más genuino y
auténtico que, al parecer, vendría a ser una autosuficiencia oculta bajo el
manto de la libertad de pensar.
La primera
vez que me percaté del alcance de esta búsqueda quedé impactado por la
posibilidad de experimentar, de manera directa y fruitiva, sin mediación
alguna, dicha “no-dualidad”. Sin embargo, confieso que con el paso del tiempo
me fui alejando de esta inicial fascinación por tres argumentos.
La razón
en libertad
En primer
lugar, porque empecé a no compartir que la razón en libertad fuera tan solo
(como así se presentaba) disociativa –y hasta radicalmente rupturista– en su
relación con la Unidad o “No-dualidad”. Mucho tuvo que ver en semejante
abandono el descubrimiento de otra forma de razón que, activada en los
concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), no rompía, sino que,
atendiendo a la unidad entre el ser humano (Jesús) y la Divinidad (Cristo) y
cuidando, a la vez, que no se yuxtapusieran ni se confundieran el uno con la
otra, permitía hablar, de manera racional y no autosuficiente, de dicha unidad.
Y lo hacía distinguiéndolos, pero sin separarlos.
Desde
entonces, entendí que dicha razón en libertad, tan lejana del dualismo como del
monismo, y, a la vez, particularmente atenta a la unidad sin confusión y a la
distinción sin separación, era tipificable y reconocible como “jesu-cristiana”.
Me di cuenta de que era mucho más cuidadosa de la unidad que la importante,
pero insuficiente, llamada de atención y reivindicación de la “no-dualidad” que
realizaban las nuevas espiritualidades, así como que eludía –sin reserva
alguna– el monismo que rondaba a estas últimas[1].
Uno de los frutos más importantes de esta razón “jesu-cristiana” fue, sin duda
alguna, el símbolo de la fe o el credo nicenoconstantinopolitano, nada
rupturista ni atentatorio de dicha unidad y, a la vez, fruto de la razón en libertad.
Ya entonces
creí percibir que ésta podía parecer una cuestión más propia de especialistas
que del común de los mortales. Pero también fui consciente de que -quien lo
entendiera así- no se percataba de lo que estaba en juego: la posibilidad de
ser creyente en la modernidad respetando (de manera no necesariamente acrítica)
una razón que, en la ilustración, lo era (y sigue siendo) en libertad y, por
tanto, sin sometimientos de ninguna clase a nada ni a nadie y sin disolución en
una experiencia de “no-dualidad”, por muy impactante que pudiera ser en cuanto
tal.
Lo que
estaba en juego era mostrar de manera argumentada que dicha experiencia, además
de fruitiva, movilizadora y unitiva, era también racionalmente consistente y
que, por eso, se podía hablar de ella sin atentar contra la unidad y sin
disolver la razón en libertad. Lo contrario, así lo entendí, sería abonarse a
la sospecha de estar dando alas a un fundamentalismo subjetivista y autoritario
y, por ello, inaceptable. O, por lo menos, de no estar despejándolo
debidamente.
Y esta tarea
–la de librarse de semejante sospecha– era algo particularmente importante en
el tiempo en el que vivíamos, amante de la libertad y de la razón, aunque esta
última fuera marcadamente cientifista. No creí que éste fuera un asunto menor.
Unidad jesu-cristiana y
comunión uni-trinitaria
Pero, en
segundo lugar, también me fui alejando de la “no-dualidad” porque no me parecía
adecuado el imaginario (negativo y crítico) al que se recurría para denominar a
la Divinidad en las nuevas espiritualidades: la “Realidad No-dual que Somos/Es”
(“advaita”) o “el Todo irreductible a las partes” (J. Arregi).
La
denominación elegida, por muy descriptiva que pretendiera ser, no me resultaba
suficientemente propositiva, ni tampoco ingenua o aséptica: enfatizando la
importancia –compartida con ellos– de “ser juntos” con la “Realidad no-dual” o
de experimentarla “más allá de todos los nombres e imágenes personales o
unipersonales, del dualismo y del monismo, del teísmo y del ateísmo” (J.
Arregi), constaté que le faltaba encarnadura histórica y programa, es decir, no
veía los montes referenciales que son el Tabor, el Calvario y el de las
Bienaventuranzas.
Y ésas me
parecieron ausencias realmente preocupantes.
Como ya he
indicado, me dije, Dios es bastante más que “no-dualidad” a partir del momento
en el que se encarna en Jesús, anuncia el primado de los pobres, sana,
consuela, provoca y muere crucificado: es, propositivamente, Jesús y Cristo,
JesuCristo. Y, a la vez, Uno en la comunión “uni-trinitaria” de diferentes,
junto con el Padre y el Espíritu.
Por tanto,
no era una negación o una abstracción, sino una conjunción o articulación entre
Jesús Crucificado y Cristo Resucitado y, a la vez, comunión Uni-trinitaria de
Padre, Hijo y Espíritu. De ellos se podía hablar sin quebrar la unidad
“jesu-cristiana” o la misma comunión “uni-trinitaria”.
Comunión
de personas, no disolución
Y, en tercer
lugar, también me fui alejando del impacto provocado en mi por la “no-dualidad”
(advaita) porque, sin dejar de reconocer una escisión entre el ser humano y la
Divinidad (que los “jesu-cristianos” llamamos “pecado original”) y participando
con las nuevas espiritualidades en la necesidad de salir de dicha escisión, nos
diferenciábamos en el modo de ir superándola.
En el
cristianismo, volví a decirme, Dios, al haberse encarnado, tenía un rostro
histórico, el de Jesús de Nazaret, y un programa, el del monte de las
Bienaventuranzas; y, por tanto, preferencias y prioridades: los parias y
crucificados de todos los tiempos y de nuestros días. Pero también contábamos
con anticipaciones, murmullos, chispazos o transparencias de dicha unidad en la
inmensidad de tabores que jalonan la vida y el mundo.
Desde
entonces, nos sabíamos convocados a la unión con Dios, pero sin dejar
de mantener, a la vez, nuestra singularidad, nuestra historia, nuestra razón y
nuestra libertad; de manera análoga a como la mantienen el Padre, el
Hijo y el Espíritu en la Uni-trinitariedad. Eso quería decir que estábamos
invitados a vivir unidos en Él y con El, sin dejar de ser nosotros mismos,
aunque de distinta manera a la presente. A la espera de esa unión
definitiva, y mientras caminábamos por la historia, podíamos experimentar,
anticipar y disfrutar esta utopía de unidad y comunión en términos, por lo
menos, de fraternidad y libertad.
Por tanto,
me encontré con una búsqueda de la unidad que, compartida, me planteaba
importantes reservas. Y esto era algo que requería ser analizado de manera
detenida y argumentada: la unidad “jesu-cristiana” y “uni-trinitaria” no era
la misma que la “no-dualidad” (advaita), al menos, tal y como la
entendían y explicitaban muchas de las nuevas espiritualidades. El interés
común por dicha unidad no podía ocultar tales diferencias.
Y más,
cuando, como era el caso, me pareció que estaba en juego la singularidad
(racional y libre) de cada uno de nosotros, así como nuestra responsabilidad en
favor de todos y de cada uno de los mortales, pero, de manera particular, de
los parias y crucificados; por más que dicha referencia sonara a algunos de los
promotores de estas nuevas espiritualidades a “ideología del altruismo” o de la
solidaridad (P. D’Ors).
Entendí que
las críticas consideraciones reseñadas eran perfectamente compatibles con una
actitud también autocrítica: el éxito –aunque fuera relativo y muy acotado– de
estas nuevas espiritualidades, a pesar de presentar tan poca novedad teológica,
no dejaba de llamarme la atención. Quizá, me dije, porque lo reivindicado (la
importancia del Tabor) parecía haber sido descuidado o no tenido en la debida
cuenta los últimos decenios, sobre todo, en la Europa occidental. Convenía no
descuidar esta perspectiva autocritica, tan necesaria como saludable, porque,
acogida como se merecía, era muy probable que nos llevara a cuidar mucho más
que hasta el presente la articulación entre compromiso liberador, experiencia
contemplativa y disfrute de la relación con Dios en sus anticipaciones que son
los tabores de nuestros días.
[1] Cf. P. D’ORS, “Biografía del silencio”, p. 46: “Para el
hombre que medita –hoy lo veo así–, no hay distinción entre sagrado y profano”
Publicado por
Atrio.org
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