Espiritualidad | Zenit
3 mensajes del ángel a María aplicadas al ámbito del pecado y
la misericordia en nuestra vida
Al
inicio de la liturgia penitencial en la solemnidad de la Anunciación a María
celebrada en la basílica de san Pedro el Papa ofreció una homilía retomando los
tres mensajes (o palabras) que dice el Ángel a María cuando le anuncia al
Salvador. El Papa fue profundizando en cada una de esas palabras. Ofrecemos la
traducción íntegra al español de la homilía originalmente pronunciada en
italiano.
En
el Evangelio de la solemnidad de hoy, el ángel Gabriel habla tres veces a la
Virgen María.
1)
Hay una razón para alegrarse: el Señor está con nosotros
La
primera vez, al saludarla, le dice: «Alégrate, llena de gracia: el Señor está
contigo». (Lc 1,28). La razón para alegrarse, el motivo de la alegría, se
revela en unas pocas palabras: el Señor está con vosotros. Hermano, hermana,
hoy puedes escuchar estas palabras dirigidas a ti, a cada uno de nosotros;
puedes hacerlas tuyas cada vez que te acerques al perdón de Dios, porque allí
el Señor te dice: «Yo estoy contigo». Con demasiada frecuencia pensamos que la
confesión consiste en ir a Dios con la cabeza inclinada. Pero no somos
principalmente nosotros los que volvemos al Señor; es él quien viene a
visitarnos, a llenarnos de su gracia, a alegrarnos con su alegría. Confesar es
dar al Padre la alegría de resucitarnos. En el centro de lo que vamos a vivir
no están nuestros pecados, estarán ahí, pero no están en el centro; su perdón:
ese es el centro. Tratemos de imaginarnos si en el centro del Sacramento
estuvieran nuestros pecados: casi todo dependería de nosotros, de nuestro
arrepentimiento, de nuestros esfuerzos, de nuestros compromisos. Pero no, en el
centro está Él, que nos libera y nos pone en pie.
Devolvamos
la primacía a la gracia y pidamos el don de comprender que la Reconciliación no
es ante todo un paso hacia Dios, sino su abrazo que nos envuelve, nos asombra,
nos conmueve. Es el Señor quien, como en Nazaret con María, entra en nuestra
casa y trae una maravilla y una alegría antes desconocida: la alegría del
perdón. Pongamos la perspectiva de Dios en primer plano: volveremos a apegarnos
a la confesión. Lo necesitamos, porque todo renacimiento interior, todo avance
espiritual comienza aquí, desde el perdón de Dios. No descuidemos la
Reconciliación, sino redescubrámosla como el Sacramento de la Alegría. Sí, el
Sacramento de la alegría, donde el mal que nos avergüenza se convierte en una
oportunidad para experimentar el cálido abrazo del Padre, la dulce fuerza de
Jesús que nos cura, la «ternura maternal» del Espíritu Santo. Este es el
corazón de la confesión.
Y
así, queridos hermanos y hermanas, vayamos a recibir el perdón. Vosotros,
hermanos que administráis el perdón de Dios, sed los que ofrezcáis a los que se
acercan la alegría de este anuncio: Alegraos, el Señor está con vosotros. Sin
rigidez, por favor, sin obstáculos, sin molestias; ¡puertas abiertas a la
misericordia! Especialmente en la confesión, estamos llamados a personificar al
Buen Pastor que toma a sus ovejas en brazos y las acaricia; estamos llamados a
ser canales de gracia que derraman el agua viva de la misericordia del Padre en
la aridez del corazón. Si un sacerdote no tiene esta actitud, si no tiene estos
sentimientos en su corazón, es mejor que no se confiese.
2)
A Dios le gusta decir “no temas”
Por
segunda vez el Ángel le habla a María. A ella, turbada por el saludo recibido,
le dice: «No tengas miedo» (v. 30). Primera: «El Señor está contigo»; segunda
palabra: «No temas». En la Escritura, cuando Dios se presenta a los que le
acogen, le gusta decir estas dos palabras: no tengáis miedo. Se las dice a
Abraham (cf. Gn 15,1), las repite a Isaac (cf. Gn 26,24), a Jacob (cf. Gn 46,3)
y así hasta llegar a José (cf. Mt 1,20) y a María: no temas, no temas. De este
modo, nos envía un mensaje claro y consolador: cada vez que la vida se abre a
Dios, el miedo ya no puede retenernos. Porque el miedo nos tiene secuestrados.
Tú, hermana, hermano, si tus pecados te asustan, si tu pasado te inquieta, si
tus heridas no sanan, si tus constantes caídas te desmoralizan y pareces haber
perdido la esperanza, por favor, no temas. Dios conoce tus debilidades y es más
grande que tus errores. Dios es más grande que nuestros pecados: ¡es mucho más
grande! Te pide una cosa: no guardes tus fragilidades, tus miserias dentro de ti;
llévalas a Él, deposítalas en Él, y se convertirán de motivos de desolación en
oportunidades de resurrección. No temas. El Señor nos pide por nuestros
pecados. Me recuerda la historia del monje del desierto que lo entregó todo a
Dios, todo, y llevó una vida de ayuno, penitencia y oración. El Señor le pidió
más. «Señor, te lo he dado todo», dice el monje, «¿qué te falta?». «Dame tus
pecados». Así que el Señor nos pide. No temas.
La
Virgen María nos acompaña: ella misma ha depositado su confusión en Dios. El
anuncio del Ángel le dio serias razones para temer. Se proponía algo impensable
para ella, que estaba por encima de sus fuerzas y que no podría haber
gestionado por sí misma: habría habido demasiadas dificultades, problemas con
la ley mosaica, con José, con la gente de su país y con su pueblo. Todo esto
son dificultades: no temas.
Pero
María no pone ninguna objeción. Que no hay que temer, la seguridad de Dios le
basta. Se aferra a Él, como queremos hacer nosotros esta noche. Porque a menudo
hacemos lo contrario: partimos de nuestras certezas y sólo cuando las perdemos
acudimos a Dios. La Virgen, en cambio, nos enseña a partir de Dios, en la
confianza de que así se nos dará todo lo demás (cf. Mt 6,33). Nos invita a ir a
la fuente, a ir al Señor, que es el remedio radical contra el miedo y el mal de
vivir. Lo recuerda una hermosa frase en un confesionario aquí en el Vaticano,
que se dirige a Dios con estas palabras: «Partir de ti es caer, volver a ti es
levantarse, permanecer en ti es existir» (cf. San Agustín, Soliloquium I, 3).
En
estos días, las noticias y las imágenes de la muerte siguen entrando en
nuestros hogares, mientras las bombas destruyen las casas de tantos de nuestros
hermanos y hermanas ucranianos indefensos. La brutal guerra, que ha golpeado a
tantos y está haciendo sufrir a todos, provoca miedo y consternación en todos.
Tenemos una sensación de impotencia e inadecuación. Necesitamos que nos digan
«no temas». Pero no basta la tranquilidad humana, necesitamos la presencia de
Dios, la certeza del perdón divino, el único que anula el mal, desactiva el
rencor, devuelve la paz al corazón. Volvamos a Dios, volvamos a su perdón.
3)
Dios interviene en la historia dando su propio Espíritu
Por
tercera vez el Ángel reanuda su discurso. Ahora le dice a la Virgen: «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,35). «El Señor está con vosotros»; «No
tengáis miedo»; y la tercera palabra es «el Espíritu Santo vendrá sobre
vosotros». Así es como Dios interviene en la historia: dando su propio
Espíritu. Porque en lo que importa, nuestras propias fuerzas no son
suficientes. Nosotros solos no podemos resolver las contradicciones de la
historia, ni las de nuestro propio corazón. Necesitamos la fuerza sabia y suave
de Dios, que es el Espíritu Santo. Necesitamos el Espíritu del amor, que
disuelve el odio, apaga el rencor, extingue la codicia, nos despierta de la
indiferencia. Ese Espíritu que nos da armonía, porque Él es armonía.
Necesitamos el amor de Dios porque nuestro amor es precario e insuficiente.
Pedimos al Señor muchas cosas, pero a menudo nos olvidamos de pedirle lo más
importante y lo que Él desea darnos: el Espíritu Santo, es decir, la fuerza
para amar. Porque sin amor, ¿qué vamos a ofrecer al mundo? Alguien ha dicho que
un cristiano sin amor es como una aguja que no cose: pincha, hiere, pero si no
cose, si no teje, si no une, no sirve de nada. Me atrevo a decir: no es
cristiano. Por eso necesitamos sacar la fuerza del amor del perdón de Dios,
sacar el mismo Espíritu que descendió sobre María
Porque,
si queremos que el mundo cambie, nuestros corazones deben cambiar en primer
lugar. Para ello, hoy dejémonos llevar de la mano de la Virgen. Miremos su
Corazón inmaculado, donde descansó Dios, en el Corazón único de una criatura
humana sin sombras. Está «llena de gracia» (v. 28) y, por tanto, vacía de
pecado: en ella no hay rastro de maldad y, por tanto, con ella Dios pudo
comenzar una nueva historia de salvación y paz. Ahí ha girado la historia. Dios
cambió la historia llamando al Corazón de María.
Y
hoy también nosotros, renovados por el perdón, llamamos a ese Corazón. En unión
con los Obispos y los fieles del mundo, deseo llevar solemnemente al Corazón
Inmaculado de María todo lo que estamos viviendo: renovarle la consagración de
la Iglesia y de toda la humanidad y consagrarle, de modo especial, al pueblo
ucraniano y ruso, que con afecto filial la venera como su Madre. No es una
fórmula mágica, no, no es eso; pero es un acto espiritual. Es el gesto de la
plena confianza de los hijos que, en la tribulación de esta guerra cruel y de
esta guerra sin sentido que amenaza al mundo, se dirigen a la Madre. Como los
niños, cuando tienen miedo, van a su madre a llorar, a buscar protección.
Recurramos a la Madre, arrojando el miedo y el dolor en su Corazón,
entregándonos a ella. Es poner en ese Corazón claro e incontaminado, donde se
refleja Dios, los bienes preciosos de la fraternidad y de la paz, todo lo que
tenemos y todo lo que somos, para que sea ella, la Madre que el Señor nos ha
dado, quien nos proteja y nos guarde.
De
los labios de María brotó la frase más hermosa que el Ángel pudo llevar a Dios:
«Hágase en mí según tu palabra» (v. 38). La de la Virgen no es una aceptación
pasiva o resignada, sino un deseo vivo de adherirse a Dios, que tiene «planes
de paz y no de desgracia» (Jer 29,11). Es la participación más cercana a su
plan de paz para el mundo. Nos consagramos a María para entrar en este plan,
para ponernos plenamente a disposición de los planes de Dios. Después de dar su
sí, la Madre de Dios emprendió un largo viaje cuesta arriba hasta una región
montañosa para visitar a su prima embarazada (cf. Lc 1,39). Tenía prisa. Me
gusta pensar en la Virgen con prisa, siempre así, la Virgen que se apresura a
ayudarnos, a protegernos. Que hoy lleve nuestro viaje de la mano: que lo guíe
por los caminos empinados y fatigosos de la fraternidad y el diálogo, que lo
guíe por el camino de la paz.
Publicado
por Zenit
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