Fe y Vida | Diego Pereira Ríos
Una
otra-Navidad es posible, en la sencillez de la vida
Llega fin de año y cada uno de nosotros vamos
intentando terminar etapas, cerrar círculos, hacer conclusiones que nos den, de
alguna manera, la tranquilidad de que el año ha valido la pena, de que hubo
experiencias que nos han hecho crecer como cristianos. De cara a Dios,
examinamos nuestro proceder para buscar responder si estamos o no colaborando
en la construcción del reino. En un año movido en todos los niveles de la vida
humana, si bien la pandemia del Covid-19
amenaza con reaparecer, en medio de una guerra entre Ucrania y Rusia, el
mundial de fútbol de Qatar es lo que en estos días acapara la atención mundial.
Pareciera que el ser humano necesita de acontecimientos espectaculares para
vivir, para provocar hacer visible esa pasión por la vida que muchas veces,
cuando es manipulada, lleva a apasionarse tanto que ocasiona la muerte. Y no
refiero solo a la guerra o a la delincuencia en cuanto tal, sino que también
incluyo a los más de 6.000 trabajadores que han perdido la vida en la
construcción de los estadios para el mayor espectáculo mundial. En este mismo
tiempo, la reunión de la COP 27 en Egipto pronostica la fatalidad ante el
cambio climático, pero las decisiones de los líderes mundiales aún no son de
gran importancia para provocar el giro necesario. Es como si esperaran que algo
muy espectacular suceda para reaccionar.
De la misma manera, en la época de los profetas, la
tan ansiada llegada del Mesías liberador era esperada de forma espectacular.
Las grandes profecías anunciaban que algo grande sucedería con la llegada del
Hijo del Altísimo, que vendría a hacer cumplir la Ley de Dios y restablecería
el orden perdido por la codicia y el egoísmo humano. Así Habacuc hablaba acerca
de la venida de Dios: “El Señor viene de
Temán, el Santo del monte Farán; su resplandor cubre el cielo y la tierra se
llena de sus alabanzas; su brillo es como el sol; su mano despide rayos y allí
se esconde su poder” (Hab 3, 3-4). Posteriormente, el profeta Isaías,
consiente de la opresión que sufría el Pueblo de Dios, anuncia la misericordia
que Dios regalaría a su pueblo elegido: “voy
a derramar agua sobre el suelo sediento y torrentes en la tierra seca; voy a
derramar mi aliento sobre tu descendencia y mi bendición sobre tus retoños.
Crecerán como hierba junto a la fuente, como sauces junto a las acequias”
(Is 44, 3-4). De la misma manera lo hizo Juan el Bautista anunciando la llegada
de Jesús, el Mesías: “Yo los bautizo con
agua en señal de arrepentimiento; pero detrás de mí viene uno con más autoridad
que yo, y yo no soy digno de quitarle sus sandalias. Él los bautizará con
Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11).
Todo esto es parte de esa necesidad humana de
experienciar acontecimientos fuertes y marcantes para creer que Dios se
manifiesta, ya que nos cuesta reconocerlo en la sencillez de la vida. Pero he
aquí que hay un secreto divino: Dios está siempre a nuestro alrededor,
manifestándose de mil maneras distintas, pero sobre todo, en el silencio, en la
calma, en lo escondido del mundo. Mientras nosotros seguimos distrayéndonos con
el hipnotismo esclavizante de las pantallas digitales, Dios vuelve a nacer cada
día en cada vida que llega al mundo, en cada ser vivo que encuentra en este
mundo un lugar para crecer. Y esto lo podemos ver en el misterio de la Navidad,
donde el Dios Altísimo, el Dios de la historia, se nos revela pequeño, frágil,
débil, dependiente, necesitado, pobre. Justamente la pobreza, como condición
social del nacimiento del Mesías, será la característica del ministerio
profético que luego llevará a cabo. En este acontecimiento que pasó
desapercibido para la gran mayoría de la sociedad del siglo I, se revela la
grandeza de un Dios pequeño. Al decir de San Juan de la Cruz, en el nacimiento se
dio la llegada de Dios “pero Dios en el
pesebre allí lloraba y gemía”, acentuando “el llanto del hombre en Dios, y en el hombre la alegría” (Romance
9, Del Nacimiento).
Si deseamos adentrarnos en el misterio de la Navidad,
no lo encontraremos en el impulso consumista que nos domina y que nos lleva a
comprar comida para comer hasta hartarnos, ni haciendo regalos costosos, ni
siquiera llenando de luces nuestros árboles de Navidad o toda nuestra casa. El
misterio de la Navidad, vivido de un modo profundamente cristiano, lo
hallaremos en el silencio de nuestro corazón, en la oración confiada en que ese
Dios pequeño y pobre, venga a nacer de nuevo en nosotros y en cada una de las
personas que más sufren. Si justamente hay algo que caracteriza al Dios de Jesús,
es que con su ejemplo nos quiere abrir el entendimiento para recibir en nuestra
casa a los más necesitados. Pues Dios regala su mensaje a los olvidados de la
sociedad, a los expulsados de los caminos por donde va el común de la masa
social. Los pobres y excluidos son aquellos que, aunque intenten imitar lo que
viven y tienen los ricos, no lo pueden hacer, ya que son sometidos a un
desprecio social debido a su condición de ser simplemente pobres. Pero son
ellos a los que justamente Dios elige para anunciar la llegada del Mesías.
También hoy siguen siendo los predilectos de Dios y los que más se asemejan a
su Hijo Jesús.
Los más pobres son los que el Ángel del Evangelio,
al dirigirse a ellos, comienza diciéndoles: “No teman. Miren, les doy una Buena Noticia,
una gran alegría para todo el pueblo: Hoy ha nacido en la Ciudad de David el
Salvador, el Mesías y Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán un niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 10-12). Los pastores se
asustan al ser tomados en cuenta por un mensajero de Dios, pues no se
sienten merecedores de ser los primeros en recibir la Buena Noticia. Hoy en día
son muchos los pobres que no se creen con derechos a ser felices por lo que la
misma sociedad les hace sentir. Muchos de ellos se sienten abandonados por
Dios. Pero esto no es así, pues el Dios de Jesús es justamente el Dios de los
pobres, de los que no se sienten dichosos de ser los primeros en el Reino.
Todos nosotros podemos encontrar en el pesebre de Belén la inspiración necesaria
para recobrar nuestra dignidad de hijos de Dios, de ser amados por él, que nos desea
una vida feliz y digna. El desafío estará en que no esperemos de Dios eventos espectaculares,
sino que lo encontraremos en aquellas acciones simples de la vida, en las cosas
cotidianas de cada día. Allí, en lo escondido, en lo oculto a las cámaras, se
revela un Dios que nos enseña a creer que otra-Navidad es posible.
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