Papa Francisco | Zenit
¿Qué es el acompañamiento espiritual y por qué es una ayuda
para discernir? Papa Francisco lo explica
Por
la mañana de ayer miércoles 4 de enero, el Papa Francisco tuvo la audiencia
general durante la cual desarrolló su XIV catequesis sobre el discernimiento.
La audiencia se tuvo en el Aula Pablo VI y con esa catequesis el Papa dio por
concluido el tema que venía tratando: el del discernimiento. Esta catequesis en
particular giró en torno al acompañamiento espiritual como medio para el
proceso de discernimiento. A continuación, el texto de la catequesis en lengua
española de ZENIT.
Antes
de comenzar esta catequesis, quisiera que nos uniéramos a los que, aquí al
lado, están rindiendo homenaje a Benedicto XVI y dirijo mi pensamiento a él,
que fue un gran maestro de catequesis. Su pensamiento agudo y educado no era
autorreferencial, sino eclesial, porque siempre quiso acompañarnos al encuentro
con Jesús. Jesús, el Crucificado resucitado, el Viviente y el Señor, fue la
meta a la que nos condujo el Papa Benedicto, llevándonos de la mano. Que nos
ayude a redescubrir en Cristo la alegría de creer y la esperanza de vivir.
Con
esta catequesis de hoy concluimos el ciclo dedicado al tema del discernimiento,
y lo hacemos completando el discurso sobre las ayudas que pueden y deben
sostenerlo: sostener el proceso de discernimiento.
Una
de ellas es el acompañamiento espiritual, importante, en primer lugar, para el
conocimiento de uno mismo, que hemos visto que es una condición indispensable
para el discernimiento. Mirarse en el espejo, a solas, no siempre ayuda, porque
uno puede fantasear la imagen. En cambio, mirarse al espejo con la ayuda de
otro, eso ayuda mucho porque el otro te dice la verdad —cuando es veraz— y así
te ayuda.
La
gracia de Dios en nosotros siempre actúa sobre nuestra naturaleza. Pensando en
una parábola evangélica, podemos comparar la gracia a la buena semilla y la
naturaleza a la tierra (cf. Mc 4,3-9). Es importante, en primer lugar, darnos a
conocer, sin tener miedo a compartir los aspectos más frágiles, en los que nos
descubrimos más sensibles, débiles o temerosos de ser juzgados. Darse a
conocer, manifestarse a una persona que nos acompañe en el viaje de la vida. No
que decida por nosotros, no: que nos acompañe. Porque la fragilidad es, en
realidad, nuestra verdadera riqueza: somos ricos en fragilidad, todos; la
verdadera riqueza, que debemos aprender a respetar y acoger, porque, cuando se
la ofrecemos a Dios, nos hace capaces de ternura, de misericordia y de amor. Ay
de las personas que no se sienten frágiles: son duras, dictatoriales. En cambio,
las personas que reconocen con humildad sus propias fragilidades son más
comprensivas con los demás. La fragilidad —diría— nos hace humanos. No es
casualidad que la primera de las tres tentaciones de Jesús en el desierto —la
relacionada con el hambre— intente robarnos nuestra fragilidad,
presentándonosla como un mal del que hay que deshacerse, un impedimento para
ser como Dios. En cambio, es nuestro tesoro más preciado: de hecho, Dios, para
hacernos semejantes a Él, quiso compartir hasta el final nuestra propia
fragilidad. Miremos el crucifijo: Dios que baja precisamente a la fragilidad.
Miremos al pesebre donde llega con una fragilidad humana grande. Él compartió
nuestra fragilidad.
Y
el acompañamiento espiritual, si es dócil al Espíritu Santo, ayuda a
desenmascarar malentendidos, incluso graves, en la consideración que tenemos de
nosotros mismos y en nuestra relación con el Señor. El Evangelio presenta
varios ejemplos de conversaciones clarificadoras y liberadoras hechas por
Jesús. Pensemos, por ejemplo, en la de la Samaritana, que leemos, leemos, y
siempre hay esa sabiduría y ternura de Jesús; pensemos en la que tuvo con
Zaqueo, con la mujer pecadora, con Nicodemo y con los discípulos de Emaús: la
manera de acercarse del Señor. Las personas que tienen un verdadero encuentro
con Jesús no temen abrirle su corazón, presentarle su vulnerabilidad, su propia
insuficiencia, su propia fragilidad. De este modo, su compartir se convierte en
una experiencia de salvación, de perdón libremente recibido.
Contar
ante otra persona lo que hemos vivido o lo que buscamos ayuda a aportar
claridad en nuestro interior, sacando a la luz los muchos pensamientos que nos
habitan y que a menudo nos perturban con sus insistentes estribillos. Cuántas
veces, en momentos oscuros, tenemos pensamientos así: «Lo he hecho todo mal, no
valgo nada, nadie me comprende, nunca tendré éxito, estoy destinado al
fracaso», cuántas veces se nos ha ocurrido pensar estas cosas. Pensamientos
falsos y venenosos, que la confrontación con el otro ayuda a desenmascarar,
para sentirnos amados y estimados por el Señor por lo que somos, capaces de
hacer cosas buenas por Él. Descubrimos con sorpresa formas distintas de ver las
cosas, signos de bondad que siempre han estado presentes en nosotros. Es verdad,
podemos compartir nuestras fragilidades con el otro, con el que nos acompaña en
la vida, en la vida espiritual, el maestro de vida espiritual, sea laico, sea
sacerdote, y decir: “Mira lo que me pasa: soy un desgraciado, me pasan estas
cosas”. Y quien nos acompaña responde: “Sí, todos pasamos estas cosas”. Esto
nos ayuda a aclararlas bien y ver de dónde vienen las raíces y así superarlas.
Quien
acompaña —el acompañante o la acompañante— no sustituye al Señor, no hace el
trabajo en lugar del acompañado, sino que camina a su lado, le anima a leer lo
que se mueve en su corazón, el lugar por excelencia donde habla el Señor. El
acompañante espiritual, al que llamamos director espiritual —no me gusta este
término, prefiero acompañante espiritual, es mejor—, es el que te dice: «Muy
bien, pero mira aquí, mira aquí», te llama la atención sobre cosas que pueden
estar pasando; te ayuda a comprender mejor los signos de los tiempos, la voz
del Señor, la voz del tentador, la voz de las dificultades que no logras
superar. Por eso es muy importante no caminar solos. Hay un dicho en la
sabiduría africana —porque tienen esa mística de la tribu— que dice: «Si
quieres ir rápido, ve solo; si quieres llegar lejos, ve acompañado», ve
acompañado, ve con tu gente. Esto es importante. En la vida espiritual es mejor
estar acompañado por alguien que conozca nuestras cosas y nos ayude. Y eso es
acompañamiento espiritual.
Este
acompañamiento puede ser fructífero si, ambas partes, han experimentado la
filiación y la fraternidad espiritual. Descubrimos que somos hijos de Dios
cuando descubrimos que somos hermanos, hijos del mismo Padre. Por eso es
indispensable formar parte de una comunidad en camino. No estamos solos, somos
gente de un pueblo, de una nación, de una ciudad que camina, de una Iglesia, de
una parroquia, de este grupo… una comunidad en camino. No vamos solos al Señor:
esto no está bien. Tenemos que entenderlo. Como en el relato evangélico del
paralítico, a menudo somos sostenidos y curados gracias a la fe de otra persona
(cf. Mc 2,1-5); que nos ayuda a avanzar, porque todos tenemos a veces parálisis
interiores y hace falta alguien que nos ayude a superar ese conflicto con su
ayuda. No vamos solos al Señor, recordémoslo; otras veces, somos nosotros
quienes asumimos ese compromiso por otro hermano o hermana. Y somos
acompañantes para ayudar al otro. Sin una experiencia de filiación y
fraternidad, el acompañamiento puede dar lugar a expectativas irreales,
malentendidos y formas de dependencia que dejan a la persona en un estado infantil.
Acompañamiento, pero como hijos de Dios y hermanos con nosotros.
La
Virgen María es maestra de discernimiento: habla poco, escucha mucho y guarda
en su corazón (cf. Lc 2,19). Las tres actitudes de la Virgen: hablar poco,
escuchar mucho y guardar en el corazón. Y las pocas veces que habla, deja
huella. Por ejemplo, en el Evangelio de Juan, hay una frase muy breve
pronunciada por María que es una consigna para los cristianos de todos los
tiempos: «Hagan lo que Él les diga» (cf. 2,5). Es curioso: una vez oí a una
anciana muy buena, muy piadosa; no había estudiado teología, nada. Era muy
sencilla. Y me dijo: «¿Sabe el gesto que hace siempre la Virgen?». No sé: te
mima, te llama… «No, el gesto que hace la Virgen es éste» [señala con el
índice]. No entendí y le pregunté: «¿Qué significa?». Y la anciana me contestó:
«Siempre señala a Jesús». Qué bonito: la Virgen no toma nada para sí, señala a
Jesús. Hagan lo que Jesús les diga: así es la Virgen. María sabe que el Señor
habla al corazón de cada uno, y nos pide que traduzcamos esta palabra en
acciones y opciones. Ella supo hacerlo mejor que nadie, y de hecho está
presente en los momentos fundamentales de la vida de Jesús, especialmente en la
hora suprema de su muerte de cruz.
Queridos
hermanos y hermanas, terminamos esta serie de catequesis sobre el
discernimiento: el discernimiento es un arte, un arte que se puede aprender y
que tiene sus propias reglas. Si se aprende bien, permite vivir la experiencia
espiritual de manera cada vez más bella y ordenada. Ante todo, el
discernimiento es un don de Dios, que hay que pedir siempre, sin presumir nunca
de experto y autosuficiente. Señor, dame la gracia de discernir en los momentos
de la vida, qué tengo que hacer, qué tengo que entender. Dame la gracia de
discernir, y dame la persona que me ayude a discernir.
La
voz del Señor siempre se reconoce, tiene un estilo único, es una voz que
apacigua, anima y tranquiliza en las dificultades. El Evangelio nos lo recuerda
constantemente: «No temas» que bellas las palabras del ángel a María después de
la resurrección de Jesús; «no temas», «no tengáis miedo», es justo el estilo
del Señor: «no temas». «¡No temas!», nos repite el Señor hoy también a
nosotros; «no temas»: si confiamos en su palabra, jugaremos bien el partido de
la vida, y podremos ayudar a los demás. Como dice el Salmo, su Palabra es lámpara
para nuestros pasos y luz en nuestro camino (cf. 119.105). Gracias.
Publicado
por Zenit
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Promueve el diálogo y la comunicación usando un lenguaje sencillo, preciso y respetuoso...