Evangelización | Carlos Pérez Laporta
El Hijo del hombre se va, como está
escrito; pero, ¡ay de aquel por quien es entregado!
Miércoles Santo / Mateo 26, 14-25
Evangelio: Mateo 26, 14-25
En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas
Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso:
«¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?».
Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde
entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo. El primer día de los
Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
«¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?».
Él contestó:
«Id a la ciudad, a casa de quien vosotros sabéis y
decidle: “El Maestro dice: Mi hora está cerca; voy a celebrar la Pascua en tu
casa con mis discípulos”». Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús
y prepararon la Pascua.
Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras
comían dijo:
«En verdad os digo que uno de vosotros me va a
entregar». Ellos, muy entristecidos, se pusieron a preguntarle uno tras otro:
«¿Soy yo acaso, Señor?». Él respondió:
«El que ha metido conmigo la mano en la fuente, ése me va a entregar. El Hijo del hombre se va como está escrito de él; pero, ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!, más le valdría a ese hombre no haber nacido». Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar:
«¿Soy yo acaso, Maestro?». Él respondió:
«Tú lo has dicho».
Comentario
«Id a la ciudad, a casa de quien vosotros sabéis, y
decidle: “El Maestro dice: mi hora está cerca; voy a celebrar la Pascua en tu
casa con mis discípulos”». Jesús buscaba aquella noche la intimidad con los
suyos. Ni masas ni autoridades. Solo aquellos que le amaban, en un lugar
familiar. «Al atardecer se puso a la mesa con los Doce». Era su hora. El
instante más decisivo de la historia de la humanidad se concentra en su
corazón.
Pero lo que más le turba es que ni siquiera un
instante puede encontrar ese descanso. Porque presiente la traición de un
amigo: «En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar». Toda la
crueldad del mundo no es comparable con la traición de las personas a las que
hemos amado. Pero si lo normal fuese cerrarse ante quien nos va a dañar, Jesús
muestra a sus amigos su corazón dolido. Con ello ofrece la posibilidad de un
cambio, pero también se arriesga a una traición mayor.
Y ante el corazón ajado de Cristo todos sentimos las
propias traiciones. Por eso, «ellos, muy entristecidos, se pusieron a
preguntarle uno tras otro: “¿Soy yo acaso, Señor?”». Ante quien nos ama, es
imposible no percibir la propia fragilidad, la propia falta de correspondencia
y la falta de amor como una traición. Todos querríamos amar a Cristo como él
nos ama, y nuestra falta de amor nos parece una traición. Pero no se traiciona
el amor de Dios por fragilidad humana; porque el amor no consiste «en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo»
(1Jn 4, 10). La única traición que entrega a Cristo consiste en rechazar el
amor de Cristo, que todo lo perdona. Judas se había cansado de esa
desproporción tan exigente de ser amado por el amor perfecto de Cristo, y había
decidido deshacerse de ese amor; por eso, «andaba buscando ocasión propicia
para entregarlo».
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Promueve el diálogo y la comunicación usando un lenguaje sencillo, preciso y respetuoso...