Fe y Vida | Diego Pereira Ríos
Morir para vivir y amar en Cristo
Χριστός ανέστη
(¡Christos anesti!) ¡Cristo ha resucitado! Es la proclamación más antigua de la
Iglesia tradicional que con las palabras en griego exclamaba a toda voz que la
muerte había sido vencida con la muerte de un hombre que, tres días más tarde,
se levantaba de ella para vivir para siempre. ¡Ya no hay que buscarlo entre los
muertos! Jesús camina en el mundo de los vivos pues ha resucitado (Lc 24, 5-6).
Su cuerpo ya no está en el sepulcro (Jn 20, 1-2). Jesús fue visto por María
Magdalena a la puerta del sepulcro (Jn 20, 11-18) y también por los discípulos
que volvían a su pueblo entristecidos (Lc 13-35). Dice Juan que al atardecer de
aquel primer día de la semana Jesús se apareció y da pruebas de que es él
mostrando sus heridas en las manos y el costado (Jn 20, 19-20), pero también se
les apareció junto al lago de Tiberíades mientras iban a pescar (Jn 21, 1-3).
Los Evangelios son un acercamiento histórico de la resurrección de
Jesús, describiendo un hecho del pasado, vivido por hombres y mujeres que, una
vez reorganizados y siguiendo las indicaciones del Maestro, van poniendo por
escrito todo lo vivido. Pero también son el testimonio valioso de una
experiencia que ha conmovido la fibra más íntima de esta comunidad de
seguidores que los lleva a enfrentar incluso a la muerte. Este valor de asumir
las consecuencias que trae afirmar que aquel hombre que fue primero alabado y
luego despreciado por el pueblo, se sostiene en una fuerza superior. Esta
fuerza no sólo elimina el miedo, la tristeza, el fracaso; no sólo da ánimo,
alegría, valor y fortaleza. Esta fuerza transforma, cambia, convierte. De una
realidad de sufrimiento sin salida, de un dolor profundo se pasa a una nueva
situación de vida, de gozo de paz. El signo de la presencia de Jesús es la paz:
“La paz esté con ustedes” (Lc 24, 36).
Uno de los grandes problemas en la actualidad de los cristianos es
cómo testimoniar esta fe recibida de la Tradición de la Iglesia, relatada en la
Sagrada Escritura, pero que nos invita a dar pruebas de lo que creemos. Es un
gran desafío atravesar la propuesta de celebrar los misterios principales de
nuestra fe durante la semana Santa, sin quedarnos en un simple recordar lo que
pasó hace años, reduciendo la fe a una práctica cultual muchas veces sin
sentido para el mundo actual. ¿Cuántos hermanos nuestros acuden a las celebraciones
de la semana Santa sin comprender los símbolos, gestos y palabras que se viven
en la liturgia? ¿Qué significa vivir para morir o morir para vivir? ¿Qué es dar
la vida a imagen de Jesús en la Cruz? ¿Qué valor tiene la Cruz para nosotros?
¿Qué significa que la muerte no tiene la última palabra? ¿Cuándo se resucita?
Estas y muchas otras preguntas nos podemos hacer junto al desafío
que implica vivir en un mundo tan injusto como el de los tiempos de Jesús,
donde cada día siguen muriendo inocentes por causa de la maldad de los que
dirigen los hilos de la historia, pero con la gran diferencia de que los
cristianos debemos ser reflejo de lo que creemos. La muerte injusta de tantos
hermanos es fruto también de una injusticia que todos promovemos. No basta no hacer
el mal, no matar directamente a nadie. Muchas de nuestras faltas son por
omisión: a menudo no hacemos todo el bien que podríamos hacer, no nos mezclamos
con los que más sufren y nos necesitan, no luchamos por las causas de otros que
padecen injusticia. A diario callamos lo que vemos y miramos para otro lado.
Hacemos silencio, un silencio que se hace cómplice del mal que se nos cuela por
todos lados. Dice Gutiérrez: “El silencio cobarde ante los sufrimientos de
los pobres, que busca disimularse con mil justificaciones sutiles, es hoy una
falta particularmente grave para el cristiano latinoamericano”
(G.Gutiérrez,1984). Por eso es necesario examinar nuestra responsabilidad ante
la muerte de tantos hermanos, ya que en su rostro se nos revela hoy el rostro
de sufriente del Señor (Puebla 31).
Por lo tanto, la misma realidad nos da una gran oportunidad de
encontrarle un sentido a la muerte, pasión y resurrección de Jesús, en el hoy
de nuestras vidas. Por un lado, reconociendo en las víctimas actuales a Cristo
crucificado. Cada ser humano privado de comida, vestimenta, viviendo y de
cuidados necesarios en lo que refiere a salud nos representa la inocencia de
Jesús en la Cruz, el cordero de Dios sacrificado por la injusticia humana. Esa
inocencia que nosotros hemos perdido, nos asemeja a quienes gritaban:
“Crucifícalo, crucifícalo” (Lc 23, 21) cuando ignoramos el sufrimiento de
nuestros hermanos. Todos sabemos quiénes son, donde están, qué necesitan, pero
muy pocos son los que hacen algo por ellos. Esperamos que los gobiernos se
ocupen de los pobres y desvalidos, que haya centros de rehabilitación de los
que se equivocan, pero poca responsabilidad asumimos cada uno de nosotros ante
su situación.
Para que el cristianismo actual sea creíble debe dar cuentas de su
valor y de su coraje ante tanta maldad, Leer el mensaje de Jesús con un corazón
contrito (Sal 51, 17), buscar el Reino de Dios y su justicia (Mt 6,33) es
comprometerse a acompañar de cerca los procesos y las manifestaciones de las
masas populares -sobre todo las de fuera de la Iglesia- es un camino de
reconciliación con el mismo Dios de la justicia. Nosotros actuamos normalmente
al revés: buscamos la añadidura y la justicia se la pedimos a Dios en oración. Si
los cristianos deseamos ser testigos creíbles y fieles del resucitado debemos
vivir a su imagen y encontrándonos también con él en los más necesitados. En
ellos Dios nos habla y nos invita a servirlo como el buen samaritano (Lc 10,
25-37) y así hacernos cargo de sus sufrimientos y desvelos. Jesús enseñaba que
el amor más grande es el que se da por los amigos (Jn 15,13), y el amor es vida
y por lo tanto quien se da por otros, reconoce que lo único valioso que tiene
es su propia vida. Y la vida trae más vida como el amor traer más amor y sólo
el amor es digno de fe (Balthasar).
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