Fe y Vida | Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
25 de octubre: san Frutos, el ermitaño
que abrió la tierra ante los infieles
San Frutos se marchó de Segovia para estar a solas con
Dios, pero el patrono de la diócesis recibía la visita de multitudes cuya fe
protegió de los musulmanes
Cada fin de semana son cientos los turistas que
enfilan sus pasos hacia las hoces del Duratón, un privilegiado paraje en la
provincia de Segovia donde se pueden realizar múltiples actividades deportivas
en un entorno natural privilegiado. Lo que no todos conocen es que este lugar
fue en tiempos remotos la solitaria residencia de tres hermanos eremitas, entre
ellos san Frutos, patrono de la diócesis. «En realidad esto era un desierto en
el sentido más amplio del término», explica Alfonso Frechel, canciller del
Obispado de Segovia y buen conocedor de la vida del santo. Aquí llegaron a
mediados del siglo VII Frutos, Valentín y Engracia —todos santos al día de
hoy—, hijos de una acomodada familia de Segovia descendiente de patricios
romanos.
Ninguno de ellos dejó escrito alguno donde se explicarán
los motivos por los que decidieron abandonar la ciudad y establecerse a orillas
del río Duratón, pero la tradición ha recogido que los tres llegaron aquí a la
muerte de sus padres y tras haber donado todos sus bienes a los pobres. Cada
uno buscó una cueva, lo suficientemente cerca de los demás para tener una
cierta vida comunitaria pero lo suficientemente lejos para preservar su
intimidad y su relación a solas con Dios. Así, Valentín encontró su lugar en la
ladera de un precipicio no apto para los menos osados, mientras que Engracia
halló el suyo más abajo, cerca del río. Frutos se establecería en lo alto del
promontorio que domina visualmente las hoces del Duratón a su paso por este
lugar al norte de la provincia.
«De los tres, el más relevante sin duda en su tiempo
fue san Frutos», señala Frechel. Al elegir la soledad, como hacían los eremitas
en el desierto, «simplemente buscaba más a Dios, de una manera más íntima que
la que le podía ofrecer la vida en la ciudad», añade. Aun así, a pesar de que
solo deseaba ser «un simple eremita», la repercusión de san Frutos en su
entorno y en su tiempo fue notoria. «Pronto se supo de su fama de santidad y
empezaron a llegar hasta él muchas personas en busca de consejo», explica el
canciller de la diócesis de Segovia. «De todas las comarcas de la zona venía un
goteo de gente que le pedía que rezara por alguna intención y todos lo tenían
como un santo en vida», abunda.
Hay que tener en cuenta que el contexto sociopolítico
de su tiempo estaba marcado por la invasión musulmana de la península, por lo
que «la fuerte religiosidad de san Frutos hizo que muchos de los que se le
acercaban no perdieran la fe y, en cambio, salieran reforzados en su legado
cristiano», cuenta el canciller. De hecho, en relación con esta pugna militar y
religiosa surge la leyenda más conocida del santo, la de la cuchillada. Cuenta la tradición que en una incursión
de los sarracenos persiguiendo a los cristianos, el ermitaño les salió al paso
trazando ante ellos una raya en el suelo con su báculo. Al instante la tierra
se abrió y creó una apertura descomunal que mantuvo a los perseguidores a
distancia y que hoy sería el abrupto paisaje que se levanta sobre las hoces del
río. Si bien cuesta creer la veracidad de estos hechos, pues la hendidura de la
montaña se debe más a la erosión propiciada por el Duratón que a las oraciones
del santo, lo cierto es que san Frutos protegió la fe e incluso la vida de los
fieles cristianos de la zona en un contexto de persecución en el que la salida
más fácil era renegar de la fe en Cristo.
No es este el único hecho prodigioso protagonizado por
san Frutos que ha llegado a nuestros días. En una disputa dialéctica con un
musulmán, este le refutó la verdad de la Eucaristía y le dijo que cualquier
animal se comería la Hostia santa si se la dejaran entre el forraje. Sin dudar,
Frutos depositó una Sagrada Forma delante de la comida de un asno, que ante la
atónita mirada del musulmán dejó de comer para hincar sus rodillas ante el
Santísimo. Otro prodigio que recoge incluso un sillar de la propia ermita del
santo cuenta que una mujer despeñada por su marido por una supuesta infidelidad
invocó a san Frutos en su caída y salvó la vida milagrosamente.
Hacia el año 715, san Frutos dejó esta vida para
unirse a la del cielo, la que tanto ansió durante sus años en la tierra.
«Básicamente, lo único que buscó fue unirse a Dios en la oración y hacer todo
el bien que pudo a los demás», resume Alfonso Frechel, quien anima a los fieles
de hoy a seguir los pasos del santo «huyendo de tanto ruido para escuchar más a
Dios y ayudar a los hermanos. Estamos en el mundo para resolver problemas, no
para crearlos, y san Frutos sin duda se desvivió por hacerlo».
Un aniversario redondo
Este 25 de octubre se cumplen 150
años de la composición del Villancico de san Frutos,
«todo un acontecimiento anual en Segovia», cuenta Alfonso Frechel, canciller de
la diócesis y también prefecto de Música de la catedral. En dicha fecha, el
templo se abarrota de fieles para escuchar esta pieza. Más de 200 voces ocupan
el trascoro para entonar un canto de alabanza al «siervo bueno y fiel que
consigue bienes eternos de la infinita bondad», dice la letra.
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