Reflexión | P. Ciprián Hilario, msc
Tema: “Señor, ¡que yo vea!” (Lc 18,41)
(Homilía
para el lunes 17 de noviembre 2025 - XXX111 del Tiempo Ordinario -Ciclo C,
lecturas: 1 Mac 1,10-15.41-43.54-57.62-64; Sal 118; Lc 18,35-43)
Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy
la Palabra de Dios nos pone delante dos realidades aparentemente
opuestas, pero profundamente unidas: la ceguera espiritual que lleva a la
idolatría y la súplica humilde que abre los ojos del corazón. El grito del
ciego de Jericó —“¡Jesús, Hijo de David, ¡ten compasión de mí!”— se
convierte en el clamor de todo aquel que desea ver de verdad.
1.
La ceguera que elige no ver (1 Macabeos)
Antíoco
IV Epífanes representa el poder del mundo que quiere imponer su propia visión
de la realidad. Prohíbe el culto verdadero, profana el templo, obliga a comer
carne prohibida y persigue a quienes permanecen fieles.
Muchos
israelitas, por miedo o por conveniencia, “hicieron alianza con los paganos” y
“se apartaron de la santa alianza”. Esa es la peor ceguera: tener ojos y elegir
cerrar los ojos ante Dios para abrirlos solo al poder, al placer y a la moda
del momento.
¿No
nos pasa algo parecido hoy cuando callamos nuestra fe por no “quedar mal”,
cuando negociamos los mandamientos por comodidad o cuando sustituimos el altar
de Dios por los altares del consumo, del éxito o del “qué dirán”?
2.
Los que se negaron a ser ciegos (1 Mac 1,62-64)
En
medio de la persecución, “muchos israelitas se mantuvieron firmes y se
resistieron a comer alimentos impuros; prefirieron morir antes que
contaminarse”.
Estos son los verdaderos videntes. Ven más allá del miedo y del chantaje. Ven a Dios. Y por eso pueden decir con el Salmo: “Me abrazan las redes de los malvados, pero yo no olvido tu ley” (Sal 118,61).
Ellos
nos enseñan que la verdadera vista no está en los ojos del cuerpo, sino en un
corazón adherido a la Palabra.
3.
Jesús pasa cerca… y eso lo cambia todo
En
el Evangelio, el ciego está sentado al borde del camino. Es la imagen del
hombre marginado, olvidado, reducido a mendigar. Pero oye que pasa Jesús.
La
cercanía de Jesús es siempre el primer paso de la curación. Él sigue
pasando hoy: en la Eucaristía, en la Palabra, en el hermano que sufre, en el
pobre que pide. La pregunta es: ¿lo reconocemos o seguimos ciegos,
aunque tengamos ojos sanos?
4.
El grito que rompe el silencio
La
multitud le mandaba callar. Siempre habrá voces que nos digan: “No
molestes”, “Eso no se hace hoy”, “La fe es cosa privada”.
Pero
el ciego “gritaba más fuerte”. La fe auténtica no se calla por
educación; grita cuando está en juego lo esencial.
Ese
grito es oración insistente, valiente, sin vergüenza. Es el mismo grito
de tantos cristianos perseguidos hoy que no renuncian a su fe, aunque les
cueste la vida.
5.
“¿Qué quieres que haga por ti?”
Jesús
podría haberlo curado sin preguntar. Pero le da la dignidad de pedir.
El
ciego no pide dinero ni salud física solamente; pide ver. Sabe que sin
vista todo lo demás no sirve.
También
nosotros necesitamos pedir cada día: “Señor, que yo vea”:
-
Que vea mis pecados sin justificarlos.
-
Que vea a mis hermanos sin juzgarlos.
-
Que vea tu presencia en medio de la prueba.
-
Que vea el camino de la cruz como camino de vida.
6.
“¡Señor, que yo vea!” … y la fe que salva
Jesús
le dice: “Recobra la vista; tu fe te ha salvado”.
Noten
el orden: primero recupera la vista, después sigue a Jesús glorificando a Dios.
Quien
ve de verdad ya no puede quedarse sentado al borde del camino: se pone a
caminar detrás del Maestro.
La
vista nueva siempre lleva a la misión. El que ha sido curado de la ceguera
espiritual se convierte en testigo que hace que “todo el pueblo alabara a
Dios”.
7.
Hoy es el día de la curación
Cristo
Rey del Universo pasa hoy junto a nosotros en esta Eucaristía. No está lejos.
Está aquí.
No
permitamos que nadie nos calle. Gritemos con el ciego, con los mártires
macabeos, con tantos hermanos perseguidos hoy:
“¡Jesús,
Hijo de David, ¡ten piedad de mí! ¡Señor, que yo vea!”
Que
María, la mujer de ojos siempre fijos en su Hijo, nos obtenga esta gracia: ver
a Jesús, seguir a Jesús y anunciarlo con la vida. Amén.


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