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    lunes, 17 de noviembre de 2025

    Tema: “Señor, ¡que yo vea!” (Lc 18,41)


    Reflexión | P. Ciprián Hilario, msc

     


    Tema: “Señor, ¡que yo vea!” (Lc 18,41)

    (Homilía para el lunes 17 de noviembre 2025 - XXX111 del Tiempo Ordinario -Ciclo C, lecturas: 1 Mac 1,10-15.41-43.54-57.62-64; Sal 118; Lc 18,35-43)

     

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy la Palabra de Dios nos pone delante dos realidades aparentemente opuestas, pero profundamente unidas: la ceguera espiritual que lleva a la idolatría y la súplica humilde que abre los ojos del corazón. El grito del ciego de Jericó —“¡Jesús, Hijo de David, ¡ten compasión de mí!”— se convierte en el clamor de todo aquel que desea ver de verdad.

     

    1. La ceguera que elige no ver (1 Macabeos)

    Antíoco IV Epífanes representa el poder del mundo que quiere imponer su propia visión de la realidad. Prohíbe el culto verdadero, profana el templo, obliga a comer carne prohibida y persigue a quienes permanecen fieles.

     

    Muchos israelitas, por miedo o por conveniencia, “hicieron alianza con los paganos” y “se apartaron de la santa alianza”. Esa es la peor ceguera: tener ojos y elegir cerrar los ojos ante Dios para abrirlos solo al poder, al placer y a la moda del momento.

     

    ¿No nos pasa algo parecido hoy cuando callamos nuestra fe por no “quedar mal”, cuando negociamos los mandamientos por comodidad o cuando sustituimos el altar de Dios por los altares del consumo, del éxito o del “qué dirán”?

     

    2. Los que se negaron a ser ciegos (1 Mac 1,62-64)

    En medio de la persecución, “muchos israelitas se mantuvieron firmes y se resistieron a comer alimentos impuros; prefirieron morir antes que contaminarse”.

    Estos son los verdaderos videntes. Ven más allá del miedo y del chantaje. Ven a Dios. Y por eso pueden decir con el Salmo: “Me abrazan las redes de los malvados, pero yo no olvido tu ley” (Sal 118,61).

     

    Ellos nos enseñan que la verdadera vista no está en los ojos del cuerpo, sino en un corazón adherido a la Palabra.

     

    3. Jesús pasa cerca… y eso lo cambia todo

    En el Evangelio, el ciego está sentado al borde del camino. Es la imagen del hombre marginado, olvidado, reducido a mendigar. Pero oye que pasa Jesús.

     

    La cercanía de Jesús es siempre el primer paso de la curación. Él sigue pasando hoy: en la Eucaristía, en la Palabra, en el hermano que sufre, en el pobre que pide. La pregunta es: ¿lo reconocemos o seguimos ciegos, aunque tengamos ojos sanos?

     

    4. El grito que rompe el silencio

    La multitud le mandaba callar. Siempre habrá voces que nos digan: “No molestes”, “Eso no se hace hoy”, “La fe es cosa privada”.

    Pero el ciego “gritaba más fuerte”. La fe auténtica no se calla por educación; grita cuando está en juego lo esencial.

     

    Ese grito es oración insistente, valiente, sin vergüenza. Es el mismo grito de tantos cristianos perseguidos hoy que no renuncian a su fe, aunque les cueste la vida.

     

    5. “¿Qué quieres que haga por ti?”

    Jesús podría haberlo curado sin preguntar. Pero le da la dignidad de pedir.

     

    El ciego no pide dinero ni salud física solamente; pide ver. Sabe que sin vista todo lo demás no sirve.

     

    También nosotros necesitamos pedir cada día: “Señor, que yo vea”:

    - Que vea mis pecados sin justificarlos.

    - Que vea a mis hermanos sin juzgarlos.

    - Que vea tu presencia en medio de la prueba.

    - Que vea el camino de la cruz como camino de vida.

     

    6. “¡Señor, que yo vea!” … y la fe que salva

    Jesús le dice: “Recobra la vista; tu fe te ha salvado”.

    Noten el orden: primero recupera la vista, después sigue a Jesús glorificando a Dios.

     

    Quien ve de verdad ya no puede quedarse sentado al borde del camino: se pone a caminar detrás del Maestro.

     

    La vista nueva siempre lleva a la misión. El que ha sido curado de la ceguera espiritual se convierte en testigo que hace que “todo el pueblo alabara a Dios”.

     

    7. Hoy es el día de la curación

    Cristo Rey del Universo pasa hoy junto a nosotros en esta Eucaristía. No está lejos. Está aquí.

     

    No permitamos que nadie nos calle. Gritemos con el ciego, con los mártires macabeos, con tantos hermanos perseguidos hoy:

    “¡Jesús, Hijo de David, ¡ten piedad de mí! ¡Señor, que yo vea!”

     

    Que María, la mujer de ojos siempre fijos en su Hijo, nos obtenga esta gracia: ver a Jesús, seguir a Jesús y anunciarlo con la vida. Amén.






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