Reflexión | P. Ciprián Hilario, msc
Presentación de la Virgen María
(21
de noviembre, lecturas: 1 Mac 4,36-37.52-59; 1 Cr 29,10-12 (salmo
responsorial); Lc 19,45-48)
Hermanos
y hermanas:
Hoy
celebramos una fiesta muy querida en la tradición de la Iglesia: la
Presentación de la Santísima Virgen María en el Templo. Aunque este
acontecimiento no aparece en los Evangelios canónicos, la Iglesia lo ha
recibido de la piedad antigua (especialmente del Proto evangelio de Santiago) y
lo ha elevado a memoria litúrgica porque nos revela algo bellísimo: desde su
más tierna edad, María se consagró totalmente al Señor. Su vida entera fue un
“sí” ofrecido antes incluso de que el ángel Gabriel llegara a Nazaret.
Las
lecturas de hoy, que la liturgia toma de la dedicación del Templo después de la
profanación de Antíoco IV Epífanes (1 Macabeos), parecen a primera vista
lejanas de la infancia de María. Pero la Iglesia las ha elegido con mucha
intención: María es el verdadero Templo vivo donde habita la presencia de Dios.
La
purificación y la nueva dedicación del Templo (1 Mac 4)
Judas
Macabeo y sus hermanos, después de vencer a los paganos, entran en el Templo
profanado, lo limpian, restauran el altar, encienden de nuevo las lámparas y
ofrecen sacrificios. Es un gesto de alegría inmensa: “El pueblo entero celebró
durante ocho días la dedicación del altar y ofreció con alegría holocaustos”
(v. 56).
Este
episodio nos habla de María. Ella es el Templo nuevo y puro que Dios mismo se
ha preparado. Mientras el Templo de piedra había sido profanado, Dios preservó
a María de toda mancha de pecado desde el primer instante de su concepción (por
eso celebraremos dentro de pocos días la Inmaculada). Y cuando sus padres
Joaquín y Ana la presentan en el Templo, según la tradición, la niña María sube
sola los quince escalones y se queda allí, consagrada al Señor. Es la nueva
morada santa, más hermosa que el Templo de Salomón, porque en ella habitará el
Verbo hecho carne.
“Mi
casa será casa de oración” (Lc 19,45-48)
En
el Evangelio vemos a Jesús purificando el Templo de Jerusalén: expulsa a los
vendedores y cita al profeta: “Está escrito: Mi casa será casa de oración,
pero vosotros la habéis convertido en cueva de bandidos”.
Jesús
no está sólo enfadado por el comercio. Está revelando que ha llegado la hora
del verdadero culto: ya no será en el Templo de piedra, sino en el espíritu
y la verdad (cf. Jn 4,23). Y el nuevo Templo es Él mismo… y, en Él, su
Madre.
María
es la “casa de oración” por excelencia. Su corazón nunca fue cueva de
bandidos, nunca estuvo ocupado por ídolos ni intereses egoístas. Desde
niña, su alma fue un constante diálogo de amor con Dios. Por eso el
ángel la encontrará “llena de gracia”: porque su corazón estaba siempre
abierto, siempre disponible, siempre en adoración.
¿Y
nosotros?
La
fiesta de hoy nos hace una pregunta muy concreta: ¿Qué hemos hecho de
nuestro propio templo interior?
¿Lo
hemos dejado profanar por el ruido, el egoísmo, la pereza espiritual, los
apegos desordenados?
¿O
lo estamos purificando cada día con la confesión, la oración, la Eucaristía?
Cuando
una niña de tres años (según la tradición) subió sola los escalones del Templo
y se entregó totalmente a Dios, nos dio a todos una lección: no hay edad
para consagrarse. No hace falta ser mayor, ni sacerdote, ni religioso. Basta
quererlo con todo el corazón.
María
nos precede. Ella es la primera discípula, la primera consagrada, la
primera que dijo “hágase” antes de que existiera el Fiat de la
Anunciación. Su presentación es el comienzo de nuestra salvación, porque en ese
momento Dios recibe el “sí” de una criatura humana totalmente pura, el “sí”
que preparará el gran Sí del Calvario y de la Resurrección.
Termino
con una oración muy antigua de la liturgia bizantina para esta fiesta:
“Hoy
el templo viviente del santo Dios, la gloriosa Virgen María, es presentada en
el templo de la Ley para habitar en los santos lugares.
¡Regocijaos,
todos los justos!”
Que
María, presentada hoy en el Templo, nos enseñe a presentar también nosotros
nuestra vida entera al Señor, sin reservarnos nada. Que nuestro corazón sea
siempre casa de oración, morada digna del Dios que quiere nacer en nosotros
esta Navidad que ya se acerca. ¡Que así sea! Amén.


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