Reflexión | P. Ciprián Hilario, msc
La ofrenda gozosa de lo más preciado
Lunes
22 diciembre 2025 / lecturas, del libro de 1 Samuel (1,24-28), salmo (1 Sam
2,1.4-8) (Lc 1,46-56).
Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy
la liturgia nos presenta unas lecturas llenas de alegría, gratitud y entrega
total a Dios. En la primera lectura, del libro de 1 Samuel (1,24-28),
contemplamos a Ana, esa mujer que tanto sufrió por su esterilidad, pero que
confió plenamente en el Señor. Cuando Dios le concede el hijo tan deseado,
Samuel, Ana no se aferra a él como si fuera solo suyo. Al contrario: una vez
desmamado el niño, lo lleva al templo de Siló, junto con ofrendas generosas, y
lo presenta ante el Señor diciendo: «Por este niño oraba, y el Señor me
concedió lo que le pedí. Yo, a mi vez, lo cedo al Señor; por todos los días de
su vida quedará cedido al Señor».
¡Qué
ejemplo de generosidad y de cumplimiento fiel de la promesa! Ana no ofrece a
Dios algo secundario, sino lo más preciado: su hijo único, el fruto de su
oración más profunda. Y lo hace con gozo, no con tristeza. Porque sabe que todo
viene de Dios y a Él debe volver.
Este
acto de Ana resuena en el salmo responsorial, que es precisamente su
cántico de alabanza (1 Sam 2,1.4-8): «Mi corazón se regocija en el
Señor, mi salvador». Ana proclama la grandeza de un Dios que rompe los
arcos de los fuertes y da fuerza a los débiles; que sacia de bienes a los
hambrientos y levanta del polvo al pobre. Es un himno a la inversión de valores
que opera el Señor: Él humilla a los soberbios y exalta a los humildes.
Y
este mismo espíritu lo encontramos, elevado a su plenitud, en el Evangelio
de hoy: el Magnificat de María (Lc 1,46-56). María, la joven humilde de
Nazaret, visita a su prima Isabel y, llena del Espíritu Santo, proclama: «Proclama
mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava».
Fijémonos
en las semejanzas: tanto Ana como María eran mujeres consideradas
"humildes" ante el mundo —una estéril, la otra una sencilla
doncella—. Ambas reciben un hijo por pura gracia de Dios. Ambas responden con
un cántico que exalta al Señor por su misericordia. Ambas reconocen que Dios
derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, que colma de
bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.
El
Magnificat no es solo un canto personal de María; es el canto de la Nueva
Alianza, que cumple y supera el de Ana en la Antigua. María no ofrece un hijo
al templo como Ana, sino que ofrece al Hijo de Dios mismo, al Salvador del
mundo. Ella se ofrece a sí misma: «Hágase en mí según tu palabra». Y en su
visita a Isabel, ya lleva en su seno al Verbo hecho carne.
Hermanos,
estas lecturas nos hablan hoy de tres actitudes fundamentales:
La
confianza en la oración. Ana oró con perseverancia en su dolor, y Dios
escuchó. María aceptó el plan de Dios con fe total. ¿Confiamos nosotros así
en la oración, incluso cuando las respuestas tardan?
La
gratitud gozosa. Ambas mujeres no se quejan, sino que cantan. Su alegría
brota de reconocer que todo es don de Dios. En este tiempo de Adviento,
preparándonos para Navidad, ¿vivimos nosotros con esa alegría profunda,
proclamando las maravillas que Dios hace en nuestra vida?
La
entrega generosa. Ana entrega a Samuel; María se entrega a sí
misma y entrega a su Hijo por la salvación del mundo. ¿Qué somos capaces de
ofrecer nosotros al Señor? No necesariamente cosas materiales, sino nuestro
tiempo, nuestros talentos, nuestras dificultades, nuestra vida entera. Dios no
nos quita nada; nos pide que le devolvamos lo que ya es suyo, para que Él lo
multiplique.
En
este Adviento, que María y Ana nos enseñen a cantar el Magnificat con el
corazón: a regocijarnos en el Señor que viene, a confiar en su misericordia
que exalta a los humildes, y a ofrecerle lo más preciado de nuestra vida.
Que
el Señor, por intercesión de la Virgen María y de santa Ana, nos conceda esa
gracia. Amén.


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