Reflexión | P. Ciprián Hilario, msc
Meditación para el lunes de la I semana de Adviento
(1ro.
diciembre 2025, lecturas: Is 2,1-5; Sal 121; Mt 8,5-11)
Memoria
de san Carlos de Foucauld
Hoy
la Palabra nos sitúa en el corazón del Adviento: un tiempo de espera activa
esperanza, de deseo ardiente por la venida del Señor. Y lo hace con tres
escenas que, leídas juntas, nos hablan de un único movimiento: Dios baja
hasta nosotros para levantarnos hasta Él.
1.
La montaña del Señor (Isaías 2,1-5)
Isaías
ve el futuro: el monte del templo de Dios se alza por encima de todas las
colinas y hacia él caminan todos los pueblos. No es un monte que aplasta,
sino que atrae. Allí Dios no impone su ley con violencia, sino que enseña sus
caminos y juzga con justicia. El resultado es conmueve: «de sus espadas
forjarán arados… ya no se adiestrarán para la guerra».
En
Adviento contemplamos esa montaña hacia la que ya caminamos: el Corazón
de Cristo. Él es el nuevo Templo, el lugar donde Dios se encuentra
definitivamente con la humanidad. Y nosotros somos invitados a subir, pero
no con nuestras fuerzas, sino atraídos por su amor.
2.
La alegría de quien sube (Salmo 121)
«¡Qué
alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”!»
El
salmista expresa el gozo del peregrino que ya con los pies en Jerusalén. En
Adviento esa alegría se hace más intensa porque sabemos que la Casa del Señor
ya no está sólo en un lugar geográfico: ha bajado hasta nosotros en la
humildad de Belén, en la cruz del Calvario y en la Eucaristía. Cada mi pie
está ya en tus atrios, Jerusalén nueva, porque Tú has venido a buscarme.
3.
La fe que hace bajar a Dios (Mateo 8,5-11)
Y
aquí aparece la escena que resume todo: un centurión romano, un pagano, un
hombre que, según la mentalidad judía, impuro y enemigo se postra ante Jesús y
le dice: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya
bastará para sanarme».
Esa
frase, que repetimos en cada Misa antes de comulgar, nació en labios de un
extranjero. Y Jesús se maravilla: «Os aseguro que en Israel no he encontrado
tanta fe… Id, que suceda como has creído». En ese instante, la profecía de
Isaías se cumple de modo inesperado: los pueblos paganos entran los primeros en
el Reino porque reconocen, con humildad, que sólo una palabra de Dios puede
salvarlos.
San
Carlos de Foucauld: el centurión del desierto
Hoy
celebramos a san Carlos de Foucauld, que vivió esta misma dinámica hasta el
extremo. Militar, aventurero, noble francés, lo tenía todo según el mundo. Pero
un día, como el centurión, se postró y dijo: «Dios mío, si existes, haz que te
conozca». Y Dios bajó hasta él.
Después
de su conversión, Carlos quiso vivir la misma humildad del centurión: se fue al
desierto del Sahara, entre los tuaregs (para él, los más pobres y
abandonados), y allí repitió cada día la frase del Evangelio: «No soy
digno de que entres en mi casa…». Vivió pobre entre los pobres, sin
convertir casi a nadie visiblemente, pero con una sola obsesión: hacer
presente a Jesús-Eucaristía en medio de quienes no lo conocían. Murió asesinado
el 1 de diciembre de 1916, aparentemente fracasado. Pero de su grano de
trigo enterrado en la arena han nacido hoy miles de vocaciones: las
fraternidades del Hermano Carlos, los sacerdotes obreros, los laicos que viven
la “Nazaret” escondida en medio del mundo.
Oración
para hoy
Señor
Jesús,
como
el centurión y como Carlos de Foucauld,
me
postro ante Ti y te digo con verdad:
no
soy digno de que entres en mi casa.
Pero
tengo fe en que una sola palabra tuya
puede
sanar mi alma, mi familia, mi mundo herido.
Enséñame
a vivir como Tú en Nazaret:
pequeño,
escondido, cercano a los más alejados.
Haz
que mi vida sea un continuo adviento:
esperándote,
deseándote,
hasta
que vengas a convertir mis espadas en arados
y
mi corazón en tu morada definitiva.
Amén.
¡Ven,
Señor Jesús! ¡Maranatha!


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