Opinión | Cristina Inoges
Distancia
física, no social
Me sorprende enormemente la ligereza con la que
hablamos y lo poco que pensamos antes de repetir consignas que escuchamos como
si fueran mantras tranquilizadores, y repetimos sin cesar que hay que mantener
la «distancia social».
La «distancia social» la tenemos grabada y la
venimos practicando generosamente desde antiguo. Así, la biblia nos recuerda
que todos fuimos extranjeros en algún momento —y que a todo extranjero hay que
dar hospitalidad— y que «mi padre fue un arameo errante» (Dt 26, 5), en clara
alusión a que todos nos hemos movido por el mundo —más o menos lejos— en busca
de una vida mejor para nosotros y nuestras familias.
La «distancia social», casi siempre, conlleva el
desentendimiento del prójimo porque no lo conozco, no es de los míos, tiene
mala pinta, vete a saber qué habrá hecho, es extranjero y no lo entiendo… La
«distancia social» es lo peor que podemos poner en práctica en estos momentos
porque puede derivar rápidamente en soledad.
Buscar la soledad por uno mismo se puede hacer por
mil motivos y hasta puede ser buena —basta con leer a Christian Bobin, ganador
del Grand Prix Catholique de Littérature (1993), y percibir la soledad de la
que habla—; pero si no se busca la soledad y se padece y se sufre, es porque se
está viviendo el vacío que hacemos los demás, aunque sea disfrazado de
«distancia social». La soledad no es aislamiento; la soledad no buscada es
castigo para quien la padece.
La soledad causa daños extremos que no somos
capaces de imaginar y que, a quien la padece, le hace sentir culpable de algo,
aunque no sepa muy bien de qué y llega a pedir perdón como si hubiera provocado
la situación. Lo expresa muy bien Pedro Miguel Obligado en su poema «Soledad»:
«¡Soledad, soledad y siempre soledad! […] Hermano:
estoy muy triste
—¿me perdonas?— muy triste.
¡Soledad, soledad y siempre soledad!».
Otra cosa muy distinta es la «distancia física» que
reduce el peligro de contagio mientras estemos inmersos en esta pandemia que
nos afecta. No son lo mismo y no debemos confundir ambas distancias. La «distancia
física», sobre todo ahora y debido a la COVID-19, no implica desentendimiento
del otro, al contrario, más bien implica el cuidado extremo de todos y para
todos.
La «distancia física» puede impedir que nos
abracemos y hasta que nos veamos porque se impone el bien común, sin embargo,
esa distancia no puede impedir que nos sigamos queriendo, acompañando y hasta
mimando. No creo que haya nadie en este mundo que no haya pasado por la
experiencia de querer y amar en la distancia —aunque haya sido por unos pocos
días ¡y no digo nada si son meses! — y esa vivencia le ha llevado a sentir que
se puede estar el tiempo que sea sin verse, pero ni un solo día sin quererse.
Lo que tenemos que aprender es a querer y a manifestar amor en la distancia,
algo ya nos enseñaron los trovadores medievales cuando hablaban de «l’amour de
loin», el «amor lejano», dentro de la vivencia del amor cortés, que creo nos
cuesta asimilar en situaciones mucho más dramáticas. Si la lectura que hagamos
de los acontecimientos que nos están tocando vivir, la hacemos —sin dejar de
reconocer el inmenso dolor causado— en clave de oportunidad, habremos ganado
mucho. No estamos solos y nadie debería sentirse solo. Los modos de proximidad
en la distancia son tantos como nuestra capacidad creativa nos permita. No
olvidemos, por nada del mundo, que «somos, nos movemos y existimos en Él»,
aunque estemos lejos unos de otros.
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