Fe y Vida | Vatican News
El matrimonio, un don que supera toda amenaza
Cada mes, con un total de 10 episodios, lanzamos un vídeo con las
reflexiones del Papa y los testimonios de familias de todo el mundo -producido
en colaboración entre el Dicasterio para la Familia y la Vida y Vatican News-
que ayuda a releer la Exhortación Apostólica, con la aportación de un subsidio
descargable para el estudio personal y comunitario. Porque ser una familia, nos
recuerda Francisco, es siempre "ante todo una oportunidad".
AMORIS LAETITIA
(n. 89-119)
EL AMOR EN EL MATRIMONIO
89. Todo lo dicho no basta para manifestar el
evangelio del matrimonio y de la familia si no nos detenemos especialmente a
hablar de amor. Porque no podremos alentar un camino de fidelidad y de entrega
recíproca si no estimulamos el crecimiento, la consolidación y la
profundización del amor conyugal y familiar. En efecto, la gracia del
sacramento del matrimonio está destinada ante todo «a perfeccionar el amor de
los cónyuges»[104]. También aquí se aplica que, «podría tener fe como para
mover montañas; si no tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo
lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve» (1
Co 13,2-3). Pero la palabra «amor», una de las más utilizadas, aparece
muchas veces desfigurada[105].
Nuestro amor cotidiano
90. En el así llamado himno de la caridad escrito
por san Pablo, vemos algunas características del amor verdadero:
«El amor es paciente,
es servicial;
el amor no tiene envidia,
no hace alarde,
no es arrogante,
no obra con dureza,
no busca su propio interés,
no se irrita,
no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad.
Todo lo disculpa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta» (1 Co 13,4-7).
Esto se vive y se cultiva en medio de la vida que comparten todos los
días los esposos, entre sí y con sus hijos. Por eso es valioso detenerse a
precisar el sentido de las expresiones de este texto, para intentar una
aplicación a la existencia concreta de cada familia.
Paciencia
91. La primera expresión utilizada es makrothymei. La
traducción no es simplemente que «todo lo soporta», porque esa idea está
expresada al final del v. 7. El sentido se toma de la traducción griega del
Antiguo Testamento, donde dice que Dios es «lento a la ira» (Ex 34,6; Nm 14,18).
Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los impulsos y evita
agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que convoca a su imitación
también dentro de la vida familiar. Los textos en los que Pablo usa este
término se deben leer con el trasfondo del Libro de la Sabiduría
(cf. 11,23; 12,2.15-18); al mismo tiempo que se alaba la moderación de Dios
para dar espacio al arrepentimiento, se insiste en su poder que se manifiesta
cuando actúa con misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio de la
misericordia con el pecador y manifiesta el verdadero poder.
92. Tener paciencia no es dejar que nos maltraten
continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como
objetos. El problema es cuando exigimos que las relaciones sean celestiales o
que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y
esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos impacienta,
todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si no cultivamos la paciencia,
siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos
convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de
postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla. Por eso,
la Palabra de Dios nos exhorta: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los
enfados e insultos y toda la maldad» (Ef 4,31). Esta paciencia se
afianza cuando reconozco que el otro también tiene derecho a vivir en esta
tierra junto a mí, así como es. No importa si es un estorbo para mí, si altera
mis planes, si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si no es todo lo
que yo esperaba. El amor tiene siempre un sentido de profunda compasión que
lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa de un
modo diferente a lo que yo desearía.
Actitud de servicio
93. Sigue la palabra jrestéuetai, que
es única en toda la Biblia, derivada de jrestós (persona
buena, que muestra su bondad en sus obras). Pero, por el lugar en que está, en
estricto paralelismo con el verbo precedente, es un complemento suyo. Así,
Pablo quiere aclarar que la «paciencia» nombrada en primer lugar no es una
postura totalmente pasiva, sino que está acompañada por una actividad, por una
reacción dinámica y creativa ante los demás. Indica que el amor beneficia y
promueve a los demás. Por eso se traduce como «servicial».
94. En todo el texto se ve que Pablo quiere insistir en que el amor no
es sólo un sentimiento, sino que se debe entender en el sentido que tiene el
verbo «amar» en hebreo: es «hacer el bien». Como decía san Ignacio de Loyola,
«el amor se debe poner más en las obras que en las palabras»[106]. Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite
experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de donarse
sobreabundantemente, sin medir, sin reclamar pagos, por el solo gusto de dar y
de servir.
Sanando la envidia
95. Luego se rechaza como contraria al amor una
actitud expresada como zeloi (celos, envidia). Significa que
en el amor no hay lugar para sentir malestar por el bien de otro (cf. Hch 7,9;
17,5). La envidia es una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos
interesa la felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados
en el propio bienestar. Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la
envidia nos lleva a centrarnos en el propio yo. El verdadero amor valora los
logros ajenos, no los siente como una amenaza, y se libera del sabor amargo de
la envidia. Acepta que cada uno tiene dones diferentes y distintos caminos en
la vida. Entonces, procura descubrir su propio camino para ser feliz, dejando
que los demás encuentren el suyo.
96. En definitiva, se trata de cumplir aquello que pedían los dos
últimos mandamientos de la Ley de Dios: «No codiciarás los bienes de tu
prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni
su buey, ni su asno, ni nada que sea de él» (Ex 20,17). El amor nos
lleva a una sentida valoración de cada ser humano, reconociendo su derecho a la
felicidad. Amo a esa persona, la miro con la mirada de Dios Padre, que nos
regala todo «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17), y entonces
acepto en mi interior que pueda disfrutar de un buen momento. Esta misma raíz
del amor, en todo caso, es lo que me lleva a rechazar la injusticia de que
algunos tengan demasiado y otros no tengan nada, o lo que me mueve a buscar que
también los descartables de la sociedad puedan vivir un poco de alegría. Pero
eso no es envidia, sino deseos de equidad.
Sin hacer alarde ni agrandarse
97. Sigue el término perpereuotai, que
indica la vanagloria, el ansia de mostrarse como superior para impresionar a
otros con una actitud pedante y algo agresiva. Quien ama, no sólo evita hablar
demasiado de sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás, sabe
ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro. La palabra siguiente —physioutai—
es muy semejante, porque indica que el amor no es arrogante. Literalmente
expresa que no se «agranda» ante los demás, e indica algo más sutil. No es sólo
una obsesión por mostrar las propias cualidades, sino que además se pierde el
sentido de la realidad. Se considera más grande de lo que es, porque se cree
más «espiritual» o «sabio». Pablo usa este verbo otras veces, por ejemplo para
decir que «la ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1).
Es decir, algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican
a exigirles y a controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes es el
amor que comprende, cuida, protege al débil. En otro versículo también lo
aplica para criticar a los que se «agrandan» (cf. 1 Co 4,18),
pero en realidad tienen más palabrería que verdadero «poder» del Espíritu
(cf. 1 Co 4,19).
98. Es importante que los cristianos vivan esto en su modo de tratar a
los familiares poco formados en la fe, frágiles o menos firmes en sus
convicciones. A veces ocurre lo contrario: los supuestamente más adelantados
dentro de su familia, se vuelven arrogantes e insoportables. La actitud de
humildad aparece aquí como algo que es parte del amor, porque para poder comprender,
disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo y
cultivar la humildad. Jesús recordaba a sus discípulos que en el mundo del
poder cada uno trata de dominar a otro, y por eso les dice: «No ha de ser así
entre vosotros» (Mt 20,26). La lógica del amor cristiano no es la
de quien se siente más que otros y necesita hacerles sentir su poder, sino que
«el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mt 20,27).
En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros,
o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa
lógica acaba con el amor. También para la familia es este consejo: «Tened
sentimientos de humildad unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios,
pero da su gracia a los humildes» (1 P 5,5).
Amabilidad
99. Amar también es volverse amable, y allí toma
sentido la palabra asjemonéi. Quiere indicar que el
amor no obra con rudeza, no actúa de modo descortés, no es duro en
el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos, son agradables y no ásperos ni
rígidos. Detesta hacer sufrir a los demás. La cortesía «es una escuela de
sensibilidad y desinterés», que exige a la persona «cultivar su mente y sus
sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar»[107]. Ser amable no es un estilo que un cristiano puede elegir o
rechazar. Como parte de las exigencias irrenunciables del amor, «todo ser
humano está obligado a ser afable con los que lo rodean»[108]. Cada día, «entrar en la vida del otro, incluso cuando
forma parte de nuestra vida, pide la delicadeza de una actitud no invasora, que
renueve la confianza y el respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y
profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar
que el otro abra la puerta de su corazón»[109].
100. Para disponerse a un verdadero encuentro con el otro, se requiere
una mirada amable puesta en él. Esto no es posible cuando reina un pesimismo
que destaca defectos y errores ajenos, quizás para compensar los propios
complejos. Una mirada amable permite que no nos detengamos tanto en sus
límites, y así podamos tolerarlo y unirnos en un proyecto común, aunque seamos
diferentes. El amor amable genera vínculos, cultiva lazos, crea nuevas redes de
integración, construye una trama social firme. Así se protege a sí mismo, ya
que sin sentido de pertenencia no se puede sostener una entrega por los demás,
cada uno termina buscando sólo su conveniencia y la convivencia se torna
imposible. Una persona antisocial cree que los demás existen para satisfacer
sus necesidades, y que cuando lo hacen sólo cumplen con su deber. Por lo tanto,
no hay lugar para la amabilidad del amor y su lenguaje. El que ama es capaz de
decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que
estimulan. Veamos, por ejemplo, algunas palabras que decía Jesús a las
personas: «¡Ánimo hijo!» (Mt 9,2). «¡Qué grande es tu fe!» (Mt 15,28).
«¡Levántate!» (Mc 5,41). «Vete en paz» (Lc 7,50). «No
tengáis miedo» (Mt 14,27). No son palabras que humillan, que
entristecen, que irritan, que desprecian. En la familia hay que aprender este
lenguaje amable de Jesús.
Desprendimiento
101. Hemos dicho muchas veces que para amar a los
demás primero hay que amarse a sí mismo. Sin embargo, este himno al amor afirma
que el amor «no busca su propio interés», o «no busca
lo que es de él». También se usa esta expresión en otro texto: «No os encerréis
en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,4).
Ante una afirmación tan clara de las Escrituras, hay que evitar darle prioridad
al amor a sí mismo como si fuera más noble que el don de sí a los demás. Una
cierta prioridad del amor a sí mismo sólo puede entenderse como una condición
psicológica, en cuanto quien es incapaz de amarse a sí mismo encuentra
dificultades para amar a los demás: «El que es tacaño consigo mismo, ¿con quién
será generoso? [...] Nadie peor que el avaro consigo mismo» (Si 14,5-6).
102. Pero el mismo santo Tomás de Aquino ha explicado que «pertenece más
a la caridad querer amar que querer ser amado»[110] y que, de hecho, «las madres, que son las que más
aman, buscan más amar que ser amadas»[111]. Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y
desbordarse gratis, «sin esperar nada a cambio» (Lc 6,35), hasta
llegar al amor más grande, que es «dar la vida» por los demás (Jn 15,13).
¿Todavía es posible este desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el
fin? Seguramente es posible, porque es lo que pide el Evangelio: «Lo que habéis
recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8).
Sin violencia interior
103. Si la primera expresión del himno nos invitaba
a la paciencia que evita reaccionar bruscamente ante las debilidades o errores
de los demás, ahora aparece otra palabra —paroxýnetai—, que se refiere a
una reacción interior de indignación provocada por algo externo. Se trata de
una violencia interna, de una irritación no manifiesta que nos coloca a la
defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos que hay que evitar.
Alimentar esa agresividad íntima no sirve para nada. Sólo nos enferma y termina
aislándonos. La indignación es sana cuando nos lleva a reaccionar ante una
grave injusticia, pero es dañina cuando tiende a impregnar todas nuestras
actitudes ante los otros.
104. El Evangelio invita más bien a mirar la viga en el propio ojo
(cf. Mt 7,5), y los cristianos no podemos ignorar la constante
invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la ira: «No te dejes vencer por
el mal» (Rm 12,21). «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9).
Una cosa es sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla,
dejar que se convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis, no llegareis
a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef 4,26).
Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia. Y,
«¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto,
algo pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras.
Pero nunca terminar el día en familia sin hacer las paces»[112]. La reacción interior ante una molestia que nos causen los
demás debería ser ante todo bendecir en el corazón, desear el bien del otro,
pedir a Dios que lo libere y lo sane: «Responded con una bendición, porque para
esto habéis sido llamados: para heredar una bendición» (1 P 3,9).
Si tenemos que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la
violencia interior.
Perdón
105. Si permitimos que un mal sentimiento penetre
en nuestras entrañas, dejamos lugar a ese rencor que se añeja en el corazón. La
frase logízetai to kakón significa «toma en cuenta el mal»,
«lo lleva anotado», es decir, es rencoroso. Lo contrario es el perdón, un
perdón que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender la
debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra persona, como Jesús
cuando dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Pero la tendencia suele ser la de buscar más y más culpas, la de imaginar más y
más maldad, la de suponer todo tipo de malas intenciones, y así el rencor va
creciendo y se arraiga. De ese modo, cualquier error o caída del cónyuge puede
dañar el vínculo amoroso y la estabilidad familiar. El problema es que a veces
se le da a todo la misma gravedad, con el riesgo de volverse crueles ante
cualquier error ajeno. La justa reivindicación de los propios derechos, se
convierte en una persistente y constante sed de venganza más que en una sana
defensa de la propia dignidad.
106. Cuando hemos sido ofendidos o desilusionados, el perdón es posible
y deseable, pero nadie dice que sea fácil. La verdad es que «la comunión
familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de
sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y
cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación.
Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos
atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí
las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar»[113].
107. Hoy sabemos que para poder perdonar necesitamos pasar por la
experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos. Tantas
veces nuestros errores, o la mirada crítica de las personas que amamos, nos han
llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos. Eso hace que terminemos
guardándonos de los otros, escapando del afecto, llenándonos de temores en las
relaciones interpersonales. Entonces, poder culpar a otros se convierte en un
falso alivio. Hace falta orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo,
saber convivir con las propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder
tener esa misma actitud con los demás.
108. Pero esto supone la experiencia de ser
perdonados por Dios, justificados gratuitamente y no por nuestros méritos.
Fuimos alcanzados por un amor previo a toda obra nuestra, que siempre da una
nueva oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el amor de Dios es
incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar, entonces
podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun cuando hayan sido
injustos con nosotros. De otro modo, nuestra vida en familia dejará de ser un
lugar de comprensión, acompañamiento y estímulo, y será un espacio de
permanente tensión o de mutuo castigo.
Alegrarse con los demás
109. La expresión jairei epi te
adikía indica algo negativo afincado en el secreto del corazón de la
persona. Es la actitud venenosa del que se alegra cuando ve que se le hace
injusticia a alguien. La frase se complementa con la siguiente, que lo dice de
modo positivo: sygjairei te alétheia: se regocija con la verdad. Es
decir, se alegra con el bien del otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando
se valoran sus capacidades y sus buenas obras. Eso es imposible para quien
necesita estar siempre comparándose o compitiendo, incluso con el propio
cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos.
110. Cuando una persona que ama puede hacer un bien a otro, o cuando ve
que al otro le va bien en la vida, lo vive con alegría, y de ese modo da gloria
a Dios, porque «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). Nuestro
Señor aprecia de manera especial a quien se alegra con la felicidad del otro.
Si no alimentamos nuestra capacidad de gozar con el bien del otro y, sobre
todo, nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir
con poca alegría, ya que como ha dicho Jesús «hay más felicidad en dar que en
recibir» (Hch 20,35). La familia debe ser siempre el lugar donde
alguien, que logra algo bueno en la vida, sabe que allí lo van a celebrar con
él.
Disculpa todo
111. El elenco se completa con cuatro expresiones
que hablan de una totalidad: «todo». Disculpa todo, cree todo, espera todo,
soporta todo. De este modo, se remarca con fuerza el dinamismo contracultural
del amor, capaz de hacerle frente a cualquier cosa que pueda amenazarlo.
112. En primer lugar se dice que todo lo disculpa panta stegei.
Se diferencia de «no tiene en cuenta el mal», porque este término tiene que ver
con el uso de la lengua; puede significar «guardar silencio» sobre lo malo que
puede haber en otra persona. Implica limitar el juicio, contener la inclinación
a lanzar una condena dura e implacable: «No condenéis y no seréis condenados» (Lc 6,37).
Aunque vaya en contra de nuestro habitual uso de la lengua, la Palabra de Dios
nos pide: «No habléis mal unos de otros, hermanos» (St 4,11).
Detenerse a dañar la imagen del otro es un modo de reforzar la propia, de
descargar los rencores y envidias sin importar el daño que causemos. Muchas
veces se olvida de que la difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa
a Dios, cuando afecta gravemente la buena fama de los demás, ocasionándoles
daños muy difíciles de reparar. Por eso, la Palabra de Dios es tan dura con la
lengua, diciendo que «es un mundo de iniquidad» que «contamina a toda la
persona» (St 3,6), como un «mal incansable cargado de veneno
mortal» (St 3,8). Si «con ella maldecimos a los hombres, creados a
semejanza de Dios» (St 3,9), el amor cuida la imagen de los demás,
con una delicadeza que lleva a preservar incluso la buena fama de los enemigos.
En la defensa de la ley divina nunca debemos olvidarnos de esta exigencia del
amor.
113. Los esposos que se aman y se pertenecen, hablan bien el uno del
otro, intentan mostrar el lado bueno del cónyuge más allá de sus debilidades y
errores. En todo caso, guardan silencio para no dañar su imagen. Pero no es
sólo un gesto externo, sino que brota de una actitud interna. Tampoco es la
ingenuidad de quien pretende no ver las dificultades y los puntos débiles del
otro, sino la amplitud de miras de quien coloca esas debilidades y errores en
su contexto. Recuerda que esos defectos son sólo una parte, no son la totalidad
del ser del otro. Un hecho desagradable en la relación no es la totalidad de
esa relación. Entonces, se puede aceptar con sencillez que todos somos una
compleja combinación de luces y de sombras. El otro no es sólo eso que a mí me
molesta. Es mucho más que eso. Por la misma razón, no le exijo que su amor sea
perfecto para valorarlo. Me ama como es y como puede, con sus límites, pero que
su amor sea imperfecto no significa que sea falso o que no sea real. Es real,
pero limitado y terreno. Por eso, si le exijo demasiado, me lo hará saber de
alguna manera, ya que no podrá ni aceptará jugar el papel de un ser divino ni
estar al servicio de todas mis necesidades. El amor convive con la
imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser
amado.
Confía
114. Panta pisteuei, «todo lo cree», por
el contexto, no se debe entender «fe» en el sentido teológico, sino en el
sentido corriente de «confianza». No se trata sólo de no sospechar que el otro
esté mintiendo o engañando. Esa confianza básica reconoce la luz encendida por
Dios, que se esconde detrás de la oscuridad, o la brasa que todavía arde debajo
de las cenizas.
115. Esta misma confianza hace posible una relación de libertad. No es
necesario controlar al otro, seguir minuciosamente sus pasos, para evitar que
escape de nuestros brazos. El amor confía, deja en libertad, renuncia a
controlarlo todo, a poseer, a dominar. Esa libertad, que hace posible espacios
de autonomía, apertura al mundo y nuevas experiencias, permite que la relación
se enriquezca y no se convierta en un círculo cerrado sin horizontes. Así, los
cónyuges, al reencontrarse, pueden vivir la alegría de compartir lo que han
recibido y aprendido fuera del círculo familiar. Al mismo tiempo, hace posible
la sinceridad y la transparencia, porque cuando uno sabe que los demás confían en
él y valoran la bondad básica de su ser, entonces sí se muestra tal cual es,
sin ocultamientos. Alguien que sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan
sin compasión, que no lo aman de manera incondicional, preferirá guardar sus
secretos, esconder sus caídas y debilidades, fingir lo que no es. En cambio,
una familia donde reina una básica y cariñosa confianza, y donde siempre se
vuelve a confiar a pesar de todo, permite que brote la verdadera identidad de
sus miembros, y hace que espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad o
la mentira.
Espera
116. Panta elpízei: no desespera del
futuro. Conectado con la palabra anterior, indica la espera de quien sabe que
el otro puede cambiar. Siempre espera que sea posible una maduración, un
sorpresivo brote de belleza, que las potencialidades más ocultas de su ser
germinen algún día. No significa que todo vaya a cambiar en esta vida. Implica
aceptar que algunas cosas no sucedan como uno desea, sino que quizás Dios
escriba derecho con las líneas torcidas de una persona y saque algún bien de
los males que ella no logre superar en esta tierra.
117. Aquí se hace presente la esperanza en todo su
sentido, porque incluye la certeza de una vida más allá de la muerte. Esa
persona, con todas sus debilidades, está llamada a la plenitud del cielo. Allí,
completamente transformada por la resurrección de Cristo, ya no existirán sus
fragilidades, sus oscuridades ni sus patologías. Allí el verdadero ser de esa
persona brillará con toda su potencia de bien y de hermosura. Eso también nos
permite, en medio de las molestias de esta tierra, contemplar a esa persona con
una mirada sobrenatural, a la luz de la esperanza, y esperar esa plenitud que
un día recibirá en el Reino celestial, aunque ahora no sea visible.
Soporta todo
118. Panta hypoménei significa que
sobrelleva con espíritu positivo todas las contrariedades. Es mantenerse firme
en medio de un ambiente hostil. No consiste sólo en tolerar algunas cosas
molestas, sino en algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz
de superar cualquier desafío. Es amor a pesar de todo, aun cuando todo el
contexto invite a otra cosa. Manifiesta una cuota de heroísmo tozudo, de
potencia en contra de toda corriente negativa, una opción por el bien que nada
puede derribar. Esto me recuerda aquellas palabras de Martin Luther King,
cuando volvía a optar por el amor fraterno aun en medio de las peores
persecuciones y humillaciones: «La persona que más te odia, tiene algo bueno en
él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno en ella; incluso la raza
que más odia, tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al punto en que miras
el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la religión llama la
“imagen de Dios”, comienzas a amarlo “a pesar de”. No importa lo que haga, ves
la imagen de Dios allí. Hay un elemento de bondad del que nunca puedes
deshacerte [...] Otra manera para amar a tu enemigo es esta: cuando se presenta
la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese es el momento en que debes
decidir no hacerlo [...] Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza
y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas
atrapadas en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema [...]
Odio por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo.
Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y
así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente
nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es
la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena
del odio, la cadena del mal [...] Alguien debe tener suficiente religión y
moral para cortarla e inyectar dentro de la propia estructura del universo ese
elemento fuerte y poderoso del amor»[114].
119. En la vida familiar hace falta cultivar esa fuerza del amor, que
permite luchar contra el mal que la amenaza. El amor no se deja dominar por el
rencor, el desprecio hacia las personas, el deseo de lastimar o de cobrarse
algo. El ideal cristiano, y de modo particular en la familia, es amor a pesar
de todo. A veces me admira, por ejemplo, la actitud de personas que han debido
separarse de su cónyuge para protegerse de la violencia física y, sin embargo,
por la caridad conyugal que sabe ir más allá de los sentimientos, han sido
capaces de procurar su bien, aunque sea a través de otros, en momentos de
enfermedad, de sufrimiento o de dificultad. Eso también es amor a pesar de
todo.
Publicado por Vatican News:
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