Fe y Vida | Consuelo Vélez
La misión es una
dimensión constitutiva de la vida cristiana
Octubre se ha
considerado el mes de las misiones. Pero es importante aclarar que la misión
no es una actividad puntual para un tiempo determinado, sino una dimensión
constitutiva de la vida cristiana. En efecto, el cristianismo nació como
una llamada a la misión. El evangelio de Mateo nos presenta a Jesús resucitado
confiando la misión a sus discípulos: “Vayan y hagan discípulos a todas las
gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y
enseñándoles a guardar todo lo que yo he mandado” (Mt 28, 19-20).
Históricamente
ese mandato misionero se fue quedando reservado a los clérigos y religiosos
porque ellos se sentían responsables de la misión y el resto del Pueblo de Dios
-el laicado- solo era receptor de la misma, sin sentirse capacitado para
realizarla. Pero con Vaticano
II, se comenzó a dar más protagonismo al laicado -como siempre debió
ser- y poco a poco ha ido aumentando la conciencia misionera de todo
el Pueblo de Dios. Con la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, celebrada en Aparecida en 2007, se buscó fortalecer esa dimensión
misionera inherente a la vida cristiana, manifestándolo en el lema de dicho
acontecimiento: “Discípulos misioneros para que todos los pueblos en Él
tengan vida”. Actualmente, con la llamada del Papa Francisco a la sinodalidad,
se siguen abriendo caminos para entender que la vida cristiana consiste en
“caminar juntos”, donde todo el pueblo de Dios -clérigos, religiosos,
religiosas y laicado- son responsable de la misión de evangelizar.
Pero ¿qué
es la misión? Una respuesta podemos encontrarla en el evangelio de
Lucas, cuando Jesús entra a la sinagoga de Nazaret y lee el texto del profeta
Isaías: “El Espíritu del Señor esta sobre mí, porque me ha ungido para anunciar
la Buena Noticia a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los
cautivos, y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y
proclamar un año de la gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). La misión
consiste en promover la vida en abundancia para todos, superando todo tipo
de opresión y esclavitud. Nuestro Dios es el Dios de la vida y la
misión ha de testimoniar esta realidad. Esa vida en abundancia se
expresa en el culto y este fortalece para trabajar por la justicia, porque
cómo dice el profeta Isaías el culto que agrada a Dios “es buscar lo
justo, dar los derechos al oprimido, defender a la viuda” (Is 1, 17).
Además de los
sujetos implicados en la misión que, como ya dijimos, ha de ser todo el pueblo
de Dios, la misión ha de entenderse en toda su complejidad.
Hablamos de misión cuando se realiza el primer anuncio a todos
aquellos que no conocen a Cristo. Este tipo de misión se le conoce como misión
“Ad gentes” porque supone ir a lugares lejanos y a culturas diferentes,
implicando toda la vida de los que se dedican a este tipo de misión ya que, al
ir a otros lugares desconocidos, necesitan una generosidad inmensa para asumir
condiciones adversas. Actualmente, este tipo de misión ha ido
modificando su manera de comprenderse porque se ha entendido que la fe
no se impone a nadie y se han de respetar las otras culturas con sus propias
tradiciones. En este sentido, esta misión ha de abrirse al diálogo
ecuménico e interreligioso y ofrecer con gratuidad la fe que se profesa.
También la
misión se realiza entre los que habiendo oído hablar de Cristo, se han alejado
de la fe. Este es uno
de los inmensos desafíos en los países tradicionalmente cristianos donde
parece imperar más un sentido religioso cultural que de opción personal.
Aunque se acuda a los sacramentos, por ejemplo, estos constituyen más un acto
social que un compromiso de fe. Pero más preocupante que esto es la
inmensa mayoría que ya no práctica en absoluto su fe, ni transmiten a sus hijos
ningún sentido religioso.
Finalmente, la
misión también se ejerce entre los que practican su fe y la viven
coherentemente porque la experiencia de Dios no es algo estático y conseguido
de una vez para siempre, sino que ha de alimentarse, formarse,
irradiarla, celebrarla. La vida cotidiana es misión, la celebración
sacramental es misión, el compromiso social es misión, la vida entera
es misión.
Conviene, por
tanto, que este mes ampliemos el horizonte para valorar profundamente las
misiones en regiones distantes y difíciles, pero sin dejar de lado la misión en
la vida cotidiana y mucho menos la misión entre los que se han alejado. Sobre
estos últimos, no podemos olvidar que muchos se alejan por el anti
testimonio de los que nos llamamos cristianos, con lo cual, nuestra
responsabilidad es inmensa y hemos de sentirnos urgidos a la coherencia y
testimonio para producir frutos que los atraigan nuevamente a participar de la
comunidad eclesial.
Ser discípulos
misioneros constituye entonces dos caras de la misma moneda. No se puede afirmar que se ama a
Cristo si ese amor no se hace expansivo y comunicativo en la misión. Pero, al
mismo tiempo, no se puede amar a manos llenas a cada uno de los hermanos si ese
amor no se alimenta de la palabra de Dios, de los sacramentos, de la vida
fraterna. Ojalá este mes misionero reavive en todos, el deseo de
comunicar la propia fe y, como decían los discípulos, sentir que “no
podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20). También
agradecer la vida de tantos misioneros ad gentes, a quienes se les dedica más
explícitamente este mes, para que sientan la fortaleza del envío y sigan siendo
testimonio de la presencia de Dios en tantos pueblos que todavía hoy, no
conocen a Cristo.
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