Mundo | Giammarco
Sicuro
Cuando es mejor dar a tu hija a un
desconocido
Sin el permiso que
concede a los periodistas el Ministerio de Asuntos Exteriores, me he visto
obligado a marcharme de Afganistán tras cuatro dÃas sin poder trabajar. En el
aeropuerto, una madre me suplica que me lleve a su niña
Esta es la
historia de un relato que nunca se produjo. Por eso, la noticia es esta: la de
un periodista que llega a Kabul con el objetivo de llevar a cabo su trabajo y
documentar distintos aspectos de la sociedad, la economÃa y la vida del
Afganistán de hoy, dos años después de la vuelta al poder de los talibanes. Un
trabajo necesario en un paÃs precipitado en un abismo de terror, oscurantismo y
fanatismo impuestos por un grupo minoritario de fundamentalistas que fueron
capaces de hacerse con el poder tras la desastrosa huida de nosotros, los
occidentales, en agosto de 2021. Y asÃ, tras solo cuatro dÃas desde mi llegada
al paÃs, me encuentro de nuevo en el aeropuerto de Kabul esperando un vuelo
para salir del lugar que los talibanes me obligan a abandonar, so pena de
terminar en la cárcel si no lo hago. Ha sido una breve estancia durante la que
el régimen de la república islámica me ha tenido en una especie de limbo sin
permitirme trabajar.
Hoy en dÃa,
para desempeñar la labor periodÃstica en Afganistán es necesario obtener
primero —no siempre se consigue— un visado de ingreso y, después, otro permiso
que concede el Ministerio de Asuntos Exteriores. Este papel es obligatorio y se
tiene que mostrar en los controles de seguridad, en los hoteles, en las
instalaciones gubernamentales… Cada vez es más difÃcil conseguirlo, lo que
significa impedir el trabajo a los periodistas. Esta vez me ha pasado a mÃ. Me
he visto obligado a suspender mis entrevistas y a dejar de relatar las
historias que tenÃa agendadas. Historias como la de Zohra, una joven afgana que
desde hace dos años quiere, desesperadamente, dejar su paÃs. Zohra ha estudiado
en la universidad, habla inglés y trabajaba en un ministerio, pero hoy no tiene
empleo y vive amenazada. Me esperaba en un lugar seguro junto a otras seis
mujeres para concederme una entrevista en la que querÃa describir la
sistemática violación de los derechos humanos a la que se ven sometidas y el
miedo creciente a ser asesinadas.
No se me ha
permitido hacer mi trabajo. No obtener el permiso del Ministerio de Asuntos
Exteriores afgano significa no poder documentar nada. Tan solo he podido hacer
algunas fotos corriendo el riesgo de ser detenido. En una de estas instantáneas
se ve uno de los tantÃsimos carteles propagandÃsticos que llenan las calles.
Representa a una mujer totalmente cubierta por un velo con la inscripción: «El
hiyab significa estar protegida de cualquier mirada excepto de la mirada de
Alá». Desde que regresaron al poder, los talibanes han cerrado las escuelas
femeninas, pero gracias a unas pocas y heroicas ONG algunas alumnas pueden todavÃa formarse. Esta es otra de las
realidades que no he podido contar. Las profesoras me iban a llevar a una de
estas escuelas secretas donde cada dÃa las alumnas aprenden inglés, ciencias y
otras materias. «Estamos muy tristes porque no hemos podido vernos. Nosotras
seguiremos con nuestra labor para garantizar a las alumnas una educación, pese
a cualquier amenaza», me escribieron después. Las escuelas clandestinas siguen
abiertas con enormes riesgos para quienes las hacen posibles. «Desde el punto
de vista psicológico, nuestras clases dan la vida a nuestras alumnas. Cada dÃa
les hablamos sobre derechos civiles para que crezcan conociéndolos», me pone en
un correo electrónico una de las responsables de una ONG.
Derechos
negados y hambre componen el retrato de un paÃs sometido. El no contar con el
permiso necesario me ha impedido también visitar los hospitales y ambulatorios
donde, desde hace meses, se multiplican los casos de desnutrición infantil. Iba
a conocer esta realidad de la mano de UNICEF y Emergency, una ONG italiana. Aun con dificultades y trabas,
estas dos organizaciones siguen promoviendo proyectos humanitarios en
Afganistán. Al estar tan poco tiempo en Kabul y sin permiso, no he podido hacer
otra cosa que observar hasta que se me notificó la orden de expulsión.
La última y
potente imagen que llevo conmigo es la de la larga fila de coches esperando
para entrar en el aeropuerto. Observo a decenas de niños que se abalanzan sobre
los vehÃculos para pedir limosna o intentar vender alguna botella de agua. Una
de estas pequeñas es especialmente insistente. Lleva el velo y acompaña a la
madre, que va vestida con un burka azul. La niña me dice algo en lengua dari.
«Te está suplicando que la lleves contigo fuera de Afganistán», me traduce mi
colaborador afgano. La niña tiene una mirada desesperada y profundamente
triste. Y me lo pide una y otra vez.
La fila avanza
y pasamos los controles hasta entrar en el aeropuerto. Antes de despedirme de
mi colaborador, me doy cuenta de que su semblante es triste, está sin consuelo.
«¿Sabes qué ha añadido la madre?», me dice. Respondo que no. «Ha insistido en
que te llevaras a su hija. Ha dicho que es mejor entregársela a un desconocido
que condenarla a una vida horrible aquà en Kabul».
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