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    martes, 25 de noviembre de 2025

    Homilía para el martes de la XXXIV semana del Tiempo Ordinario Memoria de Santa Catalina de Alejandría, virgen y mártir


    Reflexión | P. Ciprián Hilario, msc

     


    Homilía para el martes de la XXXIV semana del Tiempo Ordinario

    Memoria de Santa Catalina de Alejandría, virgen y mártir

    (25 de noviembre 2025, lecturas: Dn 2,31-45; Salmo Dn 3,57-58.59-60.61; Lc 21,5-11)

     

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy la Iglesia nos invita a contemplar dos realidades que parecen opuestas, pero que en Cristo se abrazan perfectamente: la fragilidad de todo lo que es humano y la fortaleza indestructible del Reino de Dios.

     

    La primera lectura nos presenta la famosa visión de Nabucodonosor: una estatua colosal, impresionante, hecha de materiales cada vez más preciosos en la parte superior (oro, plata, bronce), pero con pies de barro mezclado con hierro. Un reino tras otro, aparentemente invencibles, se suceden en la historia… hasta que una piedra, «sin intervención de mano humana», se desprende del monte, golpea los pies de la estatua y la hace pedazos. Esa piedra se convierte en una montaña que llena toda la tierra. Es el Reino de Dios: pequeño en su comienzo, aparentemente débil, pero destinado a durar para siempre.

     

    El evangelio de Lucas nos sitúa delante del templo de Jerusalén. Los discípulos están admirados: «¡Maestro, qué piedras y qué construcción!». Era, en efecto, una de las maravillas del mundo antiguo. Y Jesús responde con una crudeza que nos estremece: «De todo esto que contempláis, no quedará piedra sobre piedra». Guerras, revoluciones, terremotos, hambres, persecuciones… señales terribles que anuncian que el tiempo de los reinos de este mundo se acaba.

     

    Y en medio de estas dos lecturas, que parecen hablar sólo de ruina y de fin, la Liturgia coloca hoy la memoria de una joven de dieciocho años: Santa Catalina de Alejandría.

     

    Catalina era hija de rey, doctora en las siete artes liberales, hermosa, rica, de familia noble… tenía todo lo que el mundo considera «oro puro». Pero cuando llegó el momento de la prueba, el emperador Maximino la amenazó con la rueda dentada y con la espada. Y ella, como la piedra desprendida del monte, no vaciló. Prefirió ser triturada antes que negar a Cristo. Su sangre regó la tierra de Alejandría y, desde entonces, su nombre resuena en toda la Iglesia. La rueda se rompió al tocarla (por eso la rueda es su atributo), y la espada del verdugo no pudo cortar la raíz de su fe. Catalina es la piedra pequeña que derribó el imperio de mentira del siglo IV, y sigue derribándolo cada vez que un joven o una joven decide vivir radicalmente por Cristo.

     

    Hermanos, nosotros también vivimos en un mundo que se cree de oro macizo. Se nos vende la ilusión de que la tecnología, el dinero, el placer, la ideología del momento, son indestructibles. Pero debajo de todo eso hay pies de barro: miedo a la muerte, vacío existencial, soledad, fragilidad moral. Y el Señor nos dice hoy con claridad: «No os fiéis de los templos de piedra ni de los imperios de oro y plata. Todo eso pasará».

     

    ¿Y qué permanece? Sólo lo que es de Dios. Sólo la piedra que no fue tallada por mano humana: Cristo Jesús, y aquellos que se configuran con Él hasta dar la vida.

     

    Santa Catalina nos enseña tres cosas muy concretas para hoy:

    1- La sabiduría verdadera no es la que acumula títulos, sino la que discierne lo eterno de lo pasajero. Ella debatió con los cincuenta filósofos paganos más famosos y los dejó sin argumentos. No porque fuera más lista, sino porque tenía la Sabiduría que viene de lo alto.

     

    2- La virginidad consagrada (o la castidad vivida en cualquier estado de vida) es una protesta profética contra un mundo que pone el cuerpo y el placer como ídolos. Catalina no se reservó para sí misma: se entregó totalmente a Cristo, y por eso pudo entregar también su cuerpo al martirio.

    3- El martirio no es sólo derramar la sangre; es, sobre todo, no doblar la rodilla ante los ídolos del momento. Hoy quizá no nos piden la cabeza, pero sí nos piden muchas veces callar, transigir, «ser razonables», mirar para otro lado cuando se pisotea la verdad y la vida inocente.

     

    Termino con las palabras que, según la tradición, pronunció Catalina antes de morir:

    «Señor, espero el momento de mi muerte con el mismo gozo con que el esposo espera a su esposa».

     

    Que Santa Catalina de Alejandría nos obtenga esa misma fe intrépida, esa misma sabiduría que ve más allá de las apariencias, y ese mismo amor que no teme dar la vida.

     

    Que no nos impresione tanto la estatua brillante de este mundo, sino la piedra pequeña y eterna que es Cristo. Porque sólo quien se une a esa Piedra permanecerá cuando todo lo demás se haya convertido en polvo.

     

    Santa Catalina de Alejandría, ruega por nosotros. Amén.






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