Reflexión | P. Ciprián Hilario, msc
Homilía para el martes
de la XXXIV semana del Tiempo Ordinario
Memoria de Santa
Catalina de Alejandría, virgen y mártir
(25 de noviembre 2025, lecturas: Dn
2,31-45; Salmo Dn 3,57-58.59-60.61; Lc 21,5-11)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy la Iglesia nos invita a contemplar
dos realidades que parecen opuestas, pero que en Cristo se abrazan
perfectamente: la fragilidad de todo lo que es humano y la fortaleza
indestructible del Reino de Dios.
La primera lectura nos presenta la
famosa visión de Nabucodonosor:
una estatua colosal, impresionante, hecha de materiales cada vez más preciosos
en la parte superior (oro, plata, bronce), pero con pies de barro mezclado con
hierro. Un reino tras otro, aparentemente invencibles, se suceden en la
historia… hasta que una piedra, «sin intervención de mano humana», se desprende
del monte, golpea los pies de la estatua y la hace pedazos. Esa piedra se
convierte en una montaña que llena toda la tierra. Es el Reino de Dios: pequeño
en su comienzo, aparentemente débil, pero destinado a durar para siempre.
El evangelio de Lucas nos sitúa delante
del templo de Jerusalén. Los
discípulos están admirados: «¡Maestro, qué piedras y qué construcción!». Era,
en efecto, una de las maravillas del mundo antiguo. Y Jesús responde con una
crudeza que nos estremece: «De todo esto que contempláis, no quedará piedra
sobre piedra». Guerras, revoluciones, terremotos, hambres, persecuciones…
señales terribles que anuncian que el tiempo de los reinos de este mundo se
acaba.
Y en medio de estas dos lecturas, que
parecen hablar sólo de ruina y de fin, la Liturgia coloca hoy la memoria de una
joven de dieciocho años: Santa Catalina de Alejandría.
Catalina era hija de rey, doctora en
las siete artes liberales, hermosa,
rica, de familia noble… tenía todo lo que el mundo considera «oro puro».
Pero cuando llegó el momento de la prueba, el emperador Maximino la amenazó
con la rueda dentada y con la espada. Y ella, como la piedra desprendida
del monte, no vaciló. Prefirió ser triturada antes que negar a Cristo. Su
sangre regó la tierra de Alejandría y, desde entonces, su nombre resuena
en toda la Iglesia. La rueda se rompió al tocarla (por eso la rueda es su
atributo), y la espada del verdugo no pudo cortar la raíz de su fe. Catalina
es la piedra pequeña que derribó el imperio de mentira del siglo IV, y
sigue derribándolo cada vez que un joven o una joven decide vivir radicalmente
por Cristo.
Hermanos, nosotros también vivimos en
un mundo que se cree de oro macizo. Se nos vende la ilusión de que la
tecnología, el dinero, el placer, la ideología del momento, son
indestructibles. Pero debajo de todo eso hay pies de barro: miedo a la
muerte, vacío existencial, soledad, fragilidad moral. Y el Señor nos dice
hoy con claridad: «No os fiéis de los templos de piedra ni de los imperios de
oro y plata. Todo eso pasará».
¿Y qué permanece? Sólo lo que es
de Dios. Sólo la piedra que no fue tallada por mano humana: Cristo Jesús, y
aquellos que se configuran con Él hasta dar la vida.
Santa Catalina nos enseña tres cosas
muy concretas para hoy:
1- La sabiduría verdadera no es la que
acumula títulos, sino la que discierne
lo eterno de lo pasajero. Ella debatió con los cincuenta filósofos paganos más
famosos y los dejó sin argumentos. No porque fuera más lista, sino porque tenía
la Sabiduría que viene de lo alto.
2- La virginidad consagrada (o la castidad vivida en
cualquier estado de vida) es una
protesta profética contra un mundo que pone el cuerpo y el placer como ídolos.
Catalina no se reservó para sí misma: se entregó totalmente a Cristo, y por eso
pudo entregar también su cuerpo al martirio.
3- El martirio no es sólo derramar la sangre; es, sobre todo, no doblar la rodilla ante los ídolos del
momento. Hoy quizá no nos piden la cabeza, pero sí nos piden muchas veces
callar, transigir, «ser razonables», mirar para otro lado cuando se pisotea la
verdad y la vida inocente.
Termino con las palabras que, según la
tradición, pronunció Catalina antes de morir:
«Señor, espero el momento de mi muerte
con el mismo gozo con que el esposo espera a su esposa».
Que Santa Catalina de Alejandría nos
obtenga esa misma fe intrépida,
esa misma sabiduría que ve más allá de las apariencias, y ese mismo amor que no
teme dar la vida.
Que no nos impresione tanto la estatua
brillante de este mundo, sino la piedra pequeña y eterna que es Cristo. Porque
sólo quien se une a esa Piedra permanecerá cuando todo lo demás se haya
convertido en polvo.
Santa Catalina de Alejandría, ruega por
nosotros. Amén.


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