Para Vivir Mejor | Jesús Montiel
No estamos solos nunca
Nuestros antepasados sobreviven en la manera que
tenemos de coger el vaso de agua, por ejemplo. Están presentes en ese gesto de
recogernos el pelo detrás de la oreja o en la forma de caminar o tal vez en un
tipo de sonrisa. En realidad somos poco originales. Ninguno de nosotros ha
brotado de la nada. Nuestros ademanes, nuestros rasgos, nuestra manera
particular de hablar o de sonarnos la nariz está influenciada por aquellos que
nos han precedido. Es decir, mucho antes de que digamos yo y que se forme nuestro
relato sobre nosotros mismos, eso tan impreciso que llamamos identidad, la casi
totalidad de nuestro ser se nos ha entregado.
La primera palabra que tendrÃamos que aprender a
pronunciar, siendo justos, serÃa gracias.
Thich Nhat Hanh habla de interdependencia. No somos, intersomos. Es decir, nada se sostiene aisladamente.
Para que yo exista, han tenido y tienen que existir otras muchas personas.
También se llama vacuidad, un concepto que a los
occidentales nos da miedo, y que entendemos mal al pensar que significa la nada
o la aniquilación de la propia individualidad. La vacuidad es algo puramente
empÃrico. Si observamos la realidad, nos daremos cuenta de que la vida es una
red de interconexiones, que detrás de toda apariencia que parece separada hay
una multitud de lazos invisibles y que por eso mismo toda apariencia está
vacÃa. Que cualquier vida, cualquier objeto, si se descompone, nos mostrará un
entramado solidario. Algo a lo que podemos llamar amor, que es el ADN del
universo.
Volviendo a Thich Nhat Hanh, nos dice que, si
observamos una flor con la visión profunda, comprobaremos que está compuesta de
elementos que no son la flor: el sol, la lluvia, los minerales. La flor no
podrÃa estar de pie ni brillar en la colina sin todos esos elementos que no son
ella y le han dado a luz. La flor no una identidad separada, entonces. Pasa
igual con nosotros. Nuestro organismo, sin ir más lejos, es resultado de una
asombrosa cooperación de vidas invisibles para el ojo humano.
Ayer una alumna me relataba en la cafeterÃa de la
facultad la muerte de su padre. Me mostró en su iPhone un vÃdeo donde el
difunto, ya tratándose la leucemia, reÃa en una boda familiar. Y me contó cómo
habÃa vivido el año posterior a su fallecimiento. Con qué dificultad tuvo que
ir acostumbrándose a la ausencia.
En adelante, pienso ahora, cada vez que vea a esta
alumna ya no la veré del mismo modo. O mejor dicho: ya no la veré solo a ella.
Veré a su padre difunto con ella, vivo en esa escarcha que cubre todas las
expresiones de su hija. Ese poco de invierno que puede reconocerse en quien ha
sido visitado por la muerte de un ser querido. Seguramente —no puedo saberlo—
su padre viva también en la mirada, en la risa, en la manera de sentarse. Una
resurrección poco espectacular, menos épica, más discreta, si se quiere, pero
no por eso deja de ser milagrosa. Es hermoso el hecho de que llevemos acuestas
a nuestros ancestros en nuestra manera de habitar la vida cotidiana.
AsÃ, me pregunto en esta noche cuántas personas han
existido antes que yo para que este hombre que soy ahora se rasque la coronilla
o beba del vaso que hay sobre la mesa de una forma determinada, única, como
solo yo bebo. Cuántas personas han hecho falta para alumbrar mi tos, una tos
que puede parecer mÃa, pero que es uno de los muchos regalos que he recibido
desde el dÃa de mi nacimiento. Y cuánto de mà se perpetuará en mis hijos. Y
cuánto de mis hijos en sus hijos.
Cuando me topo con alguien, entonces, soy consciente
de que no estoy solo frente a una persona, la que me habla y me escucha. En esa
persona hay una multitud. Una muchedumbre invisible. Nada se extingue nunca y
nadie desaparece con la muerte. La vida encuentra modos de perpetuarse, no se
interrumpe. Hay una continuidad en todo lo que nos rodea, de la que somos
parte. Y es maravilloso haber nacido, interser y ser partÃcipe de este
movimiento sinfónico al que llamamos realidad.
Abuelo, hoy miré conmovido las hojas amarillas del
chopo que tiritaba en la zona del polideportivo. Supe que te habÃas asomado a
mis ojos para mirar tanta belleza.


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