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    martes, 18 de noviembre de 2025

    No estamos solos nunca


    Para Vivir Mejor | Jesús Montiel

     


    No estamos solos nunca

     

    Nuestros antepasados sobreviven en la manera que tenemos de coger el vaso de agua, por ejemplo. Están presentes en ese gesto de recogernos el pelo detrás de la oreja o en la forma de caminar o tal vez en un tipo de sonrisa. En realidad somos poco originales. Ninguno de nosotros ha brotado de la nada. Nuestros ademanes, nuestros rasgos, nuestra manera particular de hablar o de sonarnos la nariz está influenciada por aquellos que nos han precedido. Es decir, mucho antes de que digamos yo y que se forme nuestro relato sobre nosotros mismos, eso tan impreciso que llamamos identidad, la casi totalidad de nuestro ser se nos ha entregado.

     

    La primera palabra que tendríamos que aprender a pronunciar, siendo justos, sería gracias.

     

    Thich Nhat Hanh habla de interdependencia. No somos, intersomos. Es decir, nada se sostiene aisladamente. Para que yo exista, han tenido y tienen que existir otras muchas personas. También se llama vacuidad, un concepto que a los occidentales nos da miedo, y que entendemos mal al pensar que significa la nada o la aniquilación de la propia individualidad. La vacuidad es algo puramente empírico. Si observamos la realidad, nos daremos cuenta de que la vida es una red de interconexiones, que detrás de toda apariencia que parece separada hay una multitud de lazos invisibles y que por eso mismo toda apariencia está vacía. Que cualquier vida, cualquier objeto, si se descompone, nos mostrará un entramado solidario. Algo a lo que podemos llamar amor, que es el ADN del universo.

     

    Volviendo a Thich Nhat Hanh, nos dice que, si observamos una flor con la visión profunda, comprobaremos que está compuesta de elementos que no son la flor: el sol, la lluvia, los minerales. La flor no podría estar de pie ni brillar en la colina sin todos esos elementos que no son ella y le han dado a luz. La flor no una identidad separada, entonces. Pasa igual con nosotros. Nuestro organismo, sin ir más lejos, es resultado de una asombrosa cooperación de vidas invisibles para el ojo humano.

     

    Ayer una alumna me relataba en la cafetería de la facultad la muerte de su padre. Me mostró en su iPhone un vídeo donde el difunto, ya tratándose la leucemia, reía en una boda familiar. Y me contó cómo había vivido el año posterior a su fallecimiento. Con qué dificultad tuvo que ir acostumbrándose a la ausencia.

     

    En adelante, pienso ahora, cada vez que vea a esta alumna ya no la veré del mismo modo. O mejor dicho: ya no la veré solo a ella. Veré a su padre difunto con ella, vivo en esa escarcha que cubre todas las expresiones de su hija. Ese poco de invierno que puede reconocerse en quien ha sido visitado por la muerte de un ser querido. Seguramente —no puedo saberlo— su padre viva también en la mirada, en la risa, en la manera de sentarse. Una resurrección poco espectacular, menos épica, más discreta, si se quiere, pero no por eso deja de ser milagrosa. Es hermoso el hecho de que llevemos acuestas a nuestros ancestros en nuestra manera de habitar la vida cotidiana.

     

    Así, me pregunto en esta noche cuántas personas han existido antes que yo para que este hombre que soy ahora se rasque la coronilla o beba del vaso que hay sobre la mesa de una forma determinada, única, como solo yo bebo. Cuántas personas han hecho falta para alumbrar mi tos, una tos que puede parecer mía, pero que es uno de los muchos regalos que he recibido desde el día de mi nacimiento. Y cuánto de mí se perpetuará en mis hijos. Y cuánto de mis hijos en sus hijos.

     

    Cuando me topo con alguien, entonces, soy consciente de que no estoy solo frente a una persona, la que me habla y me escucha. En esa persona hay una multitud. Una muchedumbre invisible. Nada se extingue nunca y nadie desaparece con la muerte. La vida encuentra modos de perpetuarse, no se interrumpe. Hay una continuidad en todo lo que nos rodea, de la que somos parte. Y es maravilloso haber nacido, interser y ser partícipe de este movimiento sinfónico al que llamamos realidad.

     

    Abuelo, hoy miré conmovido las hojas amarillas del chopo que tiritaba en la zona del polideportivo. Supe que te habías asomado a mis ojos para mirar tanta belleza.

     

    Alfa&Omega.es





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