Fe y Vida | Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
18 de noviembre: santa Rosa Filipina
Duchesne, la monja más tenaz al otro lado del Misisipi
Los potawatomíes bautizaron a esta pionera de la
evangelización de América del Norte como «la mujer que siempre reza», Quahkahkanumad. Una
oración a la que se atribuía que cada semana hubiera varios bautismos nuevos
«Aunque no sea capaz de hacer algo útil allí,
solamente con mis deseos y mi oración prestaré algún servicio a Nuestro Señor»:
con estas palabras vislumbró Filipina Duchesne —varios años antes de cumplirse—
el que sería el sueño de su vida; un anhelo que solo pudo ver realizado en su
vejez, cuando se dedicó a evangelizar con su oración a los indios de América
del Norte.
Rosa Filipina nació en 1769 en Grenoble, en el seno de
una familia de ideas liberales que, sin embargo, la envió a estudiar al colegio
de la Visitación. Allí prendió su vocación religiosa ante la sorpresa de su
padre, que para disuadirla resolvió sacarla del colegio para recibir clases
particulares a domicilio. A los 17 años rechazó el matrimonio que le proponían
sus allegados y, en su lugar, convenció a una tía suya para acompañarla al
convento de las visitandinas. Allí se quedó, para disgusto de sus padres. Pero
el estallido de la Revolución francesa vino a cambiar sus planes. Su
congregación fue cerrada por las autoridades y Filipina se vio obligada a
volver con su familia. En casa siguió ejerciendo como pudo sus votos religiosos
durante once largos años, durante los cuales escondió sacerdotes y visitó a los
presos encarcelados en el que había sido su monasterio.
Una vez pasada la revolución volvió para intentar
reconstruirlo, pero no logró la adhesión de sus antiguas hermanas. Entonces oyó
hablar de una nueva orden fundada por santa Sofía Barat, la Sociedad del
Sagrado Corazón de Jesús, en la que fue admitida en 1805. Casi desde el
principio sintió una particular llamada a la misión. En una carta a Barat
describió una visión en la que ella viajaba al Nuevo Mundo «llevando por todas
partes el tesoro de la sangre de Jesús». No era algo nuevo, pues durante su
infancia Duchesne había escuchado en su parroquia el testimonio de varios
misioneros en América y eso suscitó en ella el ardor por ir allí. Por eso,
cuando en 1818 el obispo de Luisiana pidió a Barat algunas monjas para sus
misiones, ella no dudó en presentarse voluntaria.
Bio
- 1769: Nace en
Grenoble en el seno de una familia liberal
- 1805: Entra en
la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús
- 1818: Llega
como misionera a Nueva Orleans
- 1840: Pasa un
año en la misión de Sugar Creek con la tribu potawatomí
- 1852: Muere en
Saint Charles
- 1988: Es
canonizada por Juan Pablo II
Ese mismo año se unió a cuatro religiosas más y se
embarcó rumbo a Nueva Orleans en un viaje de diez semanas. Después tomaron un
barco de vapor que subió durante 40 días el Misisipi, hasta llegar a Saint
Charles, «el pueblo más remoto de Estados Unidos», según le pareció. Las
condiciones no eran las que el obispo les había prometido y las religiosas
tuvieron que dar clase a los hijos de los colonos en una pequeña cabaña de
madera ateridas de frío. En 1828, después de diez años de misión, ya tenían
seis casas y más de 50 religiosas, la mayoría de ellas hijas de europeos
afincados en el territorio. Sin embargo, los años iban pasando y el corazón de
Filipina latía por los indios.
La oportunidad llegó más de una década después, en
1840, cuando los jesuitas pidieron a las hermanas que se unieran a ellos en una
nueva misión con la tribu potawatomí, en Sugar Creek, al este de Kansas. Los
potawatomíes habían llegado a esta reserva en 1837, cuando fueron expulsados de
Indiana, a más de 1.000 kilómetros de allí. El viaje a pie fue para ellos un
rosario de penalidades. Muchos murieron de fiebres tifoideas en una caminata
que aún hoy recuerdan como «el sendero de la muerte».
«Era su sueño, pero solo lo pudo cumplir al final de
su vida», afirma Teresa Gomà, religiosa del Sagrado Corazón de
Jesús y su biógrafa. Y cuando por fin llegó, «poco más pudo hacer aparte de
coser y rezar». «Ya tenía 70 años y llevaba más de 20 de desgaste misionero en
América». Sin embargo, a pesar de todo, «fue un referente muy contemplativo que
dejó huella entre los indios». De hecho, a Filipina la llamaban Quahkahkanumad, «la mujer que siempre reza», porque
pasaba largas noches en oración ante el Santísimo. Cuando llegaron a Sugar
Creek, la mitad de los miembros de la tribu eran católicos, pero su número
creció cada domingo con tres o cuatro bautismos nuevos. Se atribuían, sobre
todo, a la oración de la anciana.
Por motivos de salud solo pudo estar un año entre
ellos. Tuvo que volver a Saint Charles, donde siguió dedicando sus últimos años
a la oración, «con el mismo anhelo por las Montañas Rocosas que sentía en
Francia cuando pedí venir a América», decía. Falleció en 1852, a los 83 años,
después de una vida «entregada a buscar siempre a los más necesitados y
vulnerables que podía encontrar; sobre todo a aquellos que aún no conocían a
Jesús», dice Gomà.
Para su biógrafa, Filipina
Duchesne destacó «por ser una mujer tenaz, desde que se empeñó a ir al
convento pese a la negativa de su padre hasta que se ofreció a ir a los indios
cuando no tenía casi posibilidades». Su ejemplo nos estimula así «a no esperar
a tenerlo todo atado y seguro para lanzarte a seguir tu llamada o tu sueño. Si
ella hubiese vivido así, nunca habría salido de Francia», concluye.


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